Valle de las Flores (por Jorge Sánchez)
Hace unas décadas invertí aproximadamente un mes de tiempo en conocer como Dios manda este sitio UNESCO, añadiendo además otro parque en la misma zona que debería estar también incluido en este Patrimonio: Parque Nacional de Gangotri. Me había empeñado en conocer los cuatro enclaves más sagrados del Hinduismo y del Sikhismo en el Himalaya: Badrinath, Kedarnath, Yamunotri y Gangotri. Comencé a viajar desde Haridwar hacia el norte, en dirección al Monte Kailash y las fuentes del Ganges, en el Tíbet. Los primeros 25 kilómetros, hasta Rishikesh, los peregriné a pie, como un sadhu. Después utilicé el autobús.
Por esas montañas del Himalaya el autobús no recorre muchos kilómetros al día; si se atraviesan de 100 a 150 uno ya se puede dar por satisfecho, y eso si no hay aludes, o lluvias torrenciales, o averías del vehículo. Para alcanzar Badrinath atravesé el Valle de las Flores, donde permanecí varios días. Dormía en un templo dedicado a Visnú, junto a una legión de sadhus. Mi segundo destino fue Kedarntah, y caminé hasta el sagrado lago Hempkund. Allí dormiría en un gurdwara. Tras ello me dirigí a Yamunotri, junto al glaciar Pindaro, que se escapa del contexto de este Patrimonio de la Humanidad, pues se halla en el umbral de otro parque nacional no contemplado por UNESCO.
Finalmente arribé a Gangotri, donde permanecería más tiempo. Allí coincidí con dos viajeras, una era francesa y la otra israelí. Junto a ellas descubriría los alrededores en diversos trekkings, hasta el glaciar de Gomukh, a apenas 5 kilómetros del Tíbet. Allí pasamos dos días durmiendo en el ashram de un gurú llamado Lal Baba, de quien se afirmaba ser eterno. Oí que hay más gurús centenarios que viven en la soledad absoluta en cuevas del Himalaya; algunas veces se dejan ver fugazmente, pero rápidamente desaparecen entre las montañas, pues no se quieren mezclar con los bípedos implumes. Algunos extranjeros los han visto, pero ignorando su naturaleza les llaman yetis.
De vuelta en Gangotri pasamos los tres varios días compartiendo la forma de vida en la cueva de un sadhu que nos acogió con una hospitalidad ejemplar, y nos enseñaba las tradiciones y ceremonias hindúes, recogiendo hierbas entre el follaje de las montañas para preparar el té, flores para embellecer la cueva, y preparando el fuego sagrado para los ritos dedicados a Shiva. Vivíamos gracias a las rupias y la comida vegetariana más los chapatis que nos dejaban a diario los turistas indios, que nos filmaban y nos tomaban fotos. Estas dos viajeras fueron las que meses más tarde me dieron las fotos en papel que aquí muestro (no muy buenas, pero son mejor que nada). Había emprendido ese peregrinaje con la esperanza de devenir una especie de superhombre, pero al descender del Himalaya me conformé con llegar a ser simplemente un hombre. Tras Gangotri me marché a viajar a otra parte.