Una explosión de color
A pesar de ser un lugar descubierto por el turismo ya hace décadas, no cabe duda de que el mercado que se celebra todos los jueves y domingos en la localidad de Chichicastenango sigue manteniendo ese punto exótico que suele atraer al viajero occidental. Decenas de tenderetes donde los mayas quiché exponen sus productos se extienden alrededor de la plaza central del pueblo y por las callejuelas colindantes, compartiendo un denominador común: su fascinante colorido. Productos de artesanía se disputan el espacio con frutas y verduras, pescados ahumados, hierbas, improvisados chiringuitos donde tanto vendedores como clientes matan el gusanillo y una gran variedad de telas y tejidos. Todo el conjunto da sensación de amalgama pero también de verosimilitud, como si el tiempo se hubiera detenido y estuviéramos descubriendo los recovecos de un auténtico mercado prehispánico.
Un domingo de marzo de 2008 llegábamos a Chichicastenango, pequeña población situada a casi dos mil metros de altitud en el altiplano guatemalteco. De camino hacia el centro neurálgico de la villa pudimos ver a no mucha distancia el cerro Pascual Abaj, en el que unos chamanes se encontraban celebrando sus rituales. Este lugar es de suma importancia para la cultura indígena local al hallarse allí una especie de piedra sacrificial, hasta la cual los fieles se acercan con el fin de expiar sus pecados o bien exponer sus súplicas. De hecho, toda esta zona es considerada sagrada para los mayas quiché pues aquí se guardaba el Popol Vuh, un tratado de cosmología donde se relata la creación del Universo por parte de los dioses que está considerado el texto maya más importante que existe.
El mercado de Chichicastenango no pasaría de ser una especie de rastro más si no fuera por un aspecto colateral de misticismo que en él se imbrica y que prueba el sincretismo religioso tan presente en estas comunidades indígenas. La iglesia de Santo Tomás, situada en uno de los extremos de la plaza donde se celebra el mercado, fue construida por los españoles en el siglo XVI, seguramente en el lugar donde se levantaba un templo maya anterior. Los intentos de imponer la religión católica a la población local fueron vanos pues, como era de esperar, los mayas no renunciaron tan fácilmente a tradiciones que llevaban practicando desde tiempos inmemoriales. Así que finalmente se llegó a una especie de acuerdo tácito: tanto los ritos indígenas como los católicos coexistirían sin problemas en el interior y los alrededores del templo.
Acompañados por un guía local penetramos en el interior de la mencionada iglesia por una puerta lateral. La parte contigua al altar está reservada para ceremonias católicas, mientras que la más cercana a la puerta principal se dedica a los rituales indígenas. Diversos chamanes queman incienso y encienden velas atendiendo a las peticiones de sus fieles. No está permitido hacer fotografías en el interior del templo ni salir por la puerta principal para bajar por la escalinata, algo que la mayoría de los turistas desconoce y lleva a sufrir reprimendas por parte de algún hechicero molestado en su trabajo. Las gradas de la escalera, que según algunas versiones son dieciocho, una por cada mes del calendario maya, y según otras veinte, una por cada día del mes, presentan un aspecto bastante deteriorado por el paso de los siglos. No pude comprobar cuál es la versión correcta pues en día de mercado aparecen completamente cubiertas, tanto de vendedoras de flores y velas dedicadas a los ritos locales como de turistas despistados que no saben muy bien de que va todo aquello.
En el extremo opuesto de la plaza se encuentra la capilla del Calvario, templo arquitectónicamente similar al anterior pero de dimensiones más reducidas. Aquí el número de chuchkajaues, término quiché para denominar a los chamanes, es considerablemente inferior, tal y como ocurre con el de vendedoras de flores y velas de colores. Y, por supuesto, con el de turistas. Tampoco hay problemas para sacar fotos ni para subir o bajar la escalinata, casi totalmente despejada en este caso. Seguramente todo ello se debe a que en este lugar no existía un templo maya anterior, por lo que para los locales no resulta tan sagrado como Santo Tomás. Aunque también pudimos contemplar algún ejemplo de sincretismo, como una hechicera leyendo el futuro a unos viajeros de edad avanzada. Apuesto a que le preguntaron si tendrían la oportunidad de volver a vivir un día de mercado en Chichicastenango en el futuro.
Muy buen post Floren, en tu línea. Voy a contar un poco el lado oscuro de la fuerza 🙂
Yo llegue a Chichicastenango el dia antes porque nos habian dicho que era muy interesante ver como montaban los puestecillos.
Creo que es de los sitios mas feos que he visto en mi vida 🙂 Al dia siguiente, con todos los colores, olores y sabores que mencionas era otra cosa. Pero el que llegue accidentalmente un dia que no haya mercado no dura ni 10 minutos en Chichi
Saludos
Arquitectónicamente no me pareció un lugar demasiado atractivo tampoco. Histórica y etnográficamente sí me resultó muy valioso. Y eso que llegué con algo de recelo porque me lo habían vendido como un sitio muy turístico, pero tampoco es para tanto. Más que los puestos en sí, que no dejan de conformar un mercado más, lo que me gustó es el ambiente que se cuece alrededor. No creo que haya muchos lugares así.