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Estados Unidos

Taos (por Jorge Sánchez)

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Viajé, parte en autobús y parte en autostop, desde Santa Fe a Taos. Me sentía en España; había por todas partes nombres de calles y edificios en español, iglesias católicas erigidas por españoles en siglos pasados, monumentos a gobernadores y hombres ilustres españoles, monumentos de agradecimiento a España por haber llevado a América el caballo, vacas, cabras, cerdos, ovejas y gallinas, y hasta vi pinturas y murales en Taos representando el encuentro del salmantino Francisco Vázquez de Coronado con los Indios, a los que consultó para encontrar las Siete Ciudades de Cíbola más la mítica ciudad de Quivira.

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Pero el Patrimonio de la Humanidad que describe UNESCO no era Taos, sino Taos Pueblo, aldea a unos 2 kilómetros de distancia habitada por unos 4.500 indios, así que caminé hasta allí, lo que me tomó una media hora. Un policía me riñó con el ceño fruncido al verme llegar a pie, algo que estaba prohibido. Yo me excusé alegando que no lo sabía, no disponía de coche o de moto, ni siquiera de bicicleta o patinete, tampoco había servicio de autobuses, o al menos no lo vi, y no había encontrado ningún letrero que me prohibiera caminar. El policía, visiblemente molesto, me advirtió seriamente que el regreso lo hiciera en coche, y yo asentí. Tuve que pagar un billete para entrar en Taos Pueblo. Yo creía que el ingreso era gratuito. Por tomar fotografías también te exigían pagar.

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Empleé unas tres horas en recorrer todos los edificios y subir a las casas de adobe por las escaleras de madera. El edificio más espectacular era el denominado «rascacielos», que constaba de varias plantas. Fue una lástima encontrar la iglesia católica cerrada, por lo que sólo pude entrar en su patio. Pregunté por el párroco, pero el monaguillo me dijo que se había ido a Taos y él no tenía la llave de la iglesia para mostrármela por dentro.

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A pesar de que se preserva el estilo arquitectónico de Taos Pueblo con sus casas de adobe, sus habitantes, los indios pueblo, no rechazaban las ventajas de la civilización occidental, pues comprobé que llegaban a sus casas en motos caras, coches de lujo, y las casas disponían de electricidad, agua corriente e internet. Todos los indios portaban teléfonos móviles. No vi a ningún indio pobre o pidiendo limosna. Y nadie vestía con ropajes indios, sino a la moda occidental.

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Hablé con un par de indios en el pueblo, pero me dio la impresión de que a los occidentales no nos tienen mucho aprecio; los indios se relacionan sólo entre ellos. Para ellos, los «rostros pálidos» (hombres blancos) somos todos iguales, y no hacen distinción entre los occidentales venidos de Europa y los actuales estadounidenses; todos estamos en el mismo saco y no les interesamos. Tras mi visita de 3 horas esperé en la puerta hasta que un conductor de un coche tuvo a bien llevarme a Taos. El policía que me había reprendido a la entrada, al verme salir en coche, sonrió.

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