São Cristovão (por Jorge Sánchez)
Apenas asomaba el sol cuando llegué a São Cristovão. El conductor del autobús me dejó ante una empinada colina. No había nadie por las calles. Al rato oí ruidos y me acerqué a ver de qué se trataba. Era una señora que estaba levantando la persiana de su panadería, donde preparaba cafés y bollos de nata. Esperé a que me sirviera un buen desayuno antes de explorar esa ciudad.
Tras el refrigerio caminé a la vecina plaza de São Francisco. La primera impresión, a pesar del encanto de las iglesias, fue constatar el deterioro y abandono de los edificios, lo que me extrañó; parecía una ciudad decrépita. Pensé que el ayuntamiento debería invertir en la preservación de los sitios históricos, ya que ellos motivan la afluencia de turistas a São Cristovão. Iba a expresar estas quejas en la oficina de turismo, situada en esa misma plaza, pero al parecer ese día no abrió. La plaza de São Francisco era preciosa, así como los conventos, el palacio provincial, la Casa de Misericordia y todas las iglesias adyacentes que visité. Los holandeses fueron los salvajes que destruirían esa ciudad hasta dejarla en ruinas durante su invasión del Brasil. Los hispano-lusos (esa barbarie holandesa ocurrió durante la unión de España y Portugal) los expulsaron.
Al mediodía regresé a Aracaju, que visité durante un par de horas, hasta que abordé un autobús que me dejaría entrada la noche en la rodoviaria de la ciudad de Salvador, donde esperé la llegada de un amigo brasileño que me depositó en su coche en el centro histórico de San Salvador de Bahía, otro Patrimonio Mundial.