Roma (por Jorge Sánchez)
Roma es, en mi opinión, la ciudad más entrañable de Europa, la más bella, la más romántica, y supera en encanto a otras capitales notables europeas, tales como París o Madrid. He visitado Roma en diversas ocasiones y cada vez encuentro algo nuevo y sorprendente. Roma no tiene fin. Me gusta descubrir lugares que no son evidentes o apenas visitados por los turistas (quienes se concentran en el Coliseo, el Foro, el Panteón de Agripa… o se comen un helado frente a la Fontana di Trevi), no importa que no estén dentro del patrimonio mundial de UNESCO.
Un hallazgo que me emocionó en el pasado fue el de la iglesia denominada MM. SS. Trinità Degli Spagnoli. Me hallaba comprando sellos en la oficina de Correos de la Orden de Malta, al lado de la Via Condotti, cerca de la Piazza di Spagna, y al salir advertí la iglesia de la Orden de los Trinitarios con su fachada exhibiendo una estatua de un ángel que libera a dos reos encadenados. Entré por curiosidad, pues su nombre, haciendo mención a los españoles, me atrajo. Un monje vino hacia mí y, tras las salutaciones, al indicarle que era español me explicó que esa Orden, por medio del trinitario Juan Gil (de la ciudad de Arévalo, Ávila), había liberado a Miguel de Cervantes de su cautiverio en Argel. La iglesia databa del siglo XII, así como su monasterio, todavía activo. Su situación en la calle Condotti pasa desapercibida para el turista veloz. El interior de la iglesia no destacaba por su riqueza, ni observé ningún cuadro atribuido a algún pintor renombrado. Sin embargo, la atmósfera de recogimiento en su interior, la bondad del monje trinitario que me atendió y escuchar la historia de Miguel de Cervantes, me hicieron estremecer.
Tras comprar un cirio me marché a descubrir otros lugares poco conocidos de la ciudad, como fue la Basílica de los santos Cosme y Damián, cerca del Arco de Tito, cuyo exterior no destaca, a pesar de datar del siglo IV. Sin embargo, en su interior hallé una gran paz y espiritualidad, sobre todo al apreciar la belleza y exquisitez de sus mosaicos, destacando el de la parusía de Cristo ante los santos (y a la vez hermanos y ambos médicos) Cosme y Damián. Esa misma noche hice el turista y entré a cenar en un restaurante cerca del Vaticano, en la Via Aurelia, en cuya entrada había un italiano disfrazado de soldado romano que te prestaba su espada y se hacía una foto contigo, para luego vendértela (la foto, no la espada). En el interior, los camareros cantaban al servirte los platos, algo parecido con lo que ocurre en El Café de la Ópera, cerca de la Plaza de Isabel II, Madrid. Disfruté como un turista y la comida fue excelente. Salí feliz. Verdaderamente, Roma es una ciudad eterna; nunca se la acaba de conocer como Dios manda, aunque se viva en ella una vida entera.