Regalo del cielo
Los mayas llaman Sian Ka’an, que puede traducirse como donde nace el cielo o como un regalo del cielo, a una zona costera de la península del Yucatán cuya enorme biodiversidad la llevó primero a ser considerada Reserva de la Biosfera y posteriormente a su declaración como Patrimonio Mundial por la UNESCO. Ocupa la reserva una franja de terreno bañada por las aguas del Mar Caribe y en su tierra arenosa crecen más de mil variedades de plantas, que dan cobijo a numerosos representantes del reino animal, desde tortugas a jaguares pasando por diversas especies de aves. Sian Ka’an alberga incluso varios yacimientos arqueológicos de interés, que prueban que este lugar estuvo habitado ya desde tiempos remotos.
Una porción del territorio incluido en la reserva forma parte del denominado Sistema Arrecifal Mesoamericano, que se extiende paralelamente a la costa yucateca, desde Isla Contoy hasta territorio hondureño. Con aproximadamente un millar de kilómetros de longitud, se trata de la segunda barrera coralina más larga que existe, tan solo superada por la Gran Barrera de Coral australiana. Aparte de paradisiacas islitas formadas por la lenta acción de estos diminutos obreros a lo largo de miles de millones de años, el lugar es ideal para practicar el buceo de superficie y observar el excelso colorido tanto de los corales como de las numerosas especies de peces que en ellos habitan.
No menos interesante para la práctica del buceo de superficie, el sitio arqueológico de Xel-Há, o entrada de agua, constituyó un asentamiento maya del que pocos vestigios han llegado hasta nosotros. Ubicado en la desembocadura de un río, de ahí su nombre, en la actualidad es una especie de parque acuático al que acuden numerosos visitantes, atraídos tanto por la belleza del lugar como por la posibilidad de observar diversas variedades de fauna, marina y de agua dulce, que habitan en la confluencia de las aguas. El terreno calizo que sirve de base a la península del Yucatán ha posibilitado la creación de numerosas cuevas subacuáticas en el lugar, hecho que unido a la densa vegetación que cubre Xel-Há le proporcionan un aspecto exótico y atrayente.
Situada una centena de kilómetros al norte, hasta hace unas décadas Cancún no era más que una isla desierta, cuyas playas de fina arena blanca permanecían prácticamente vírgenes desde tiempos inmemoriales. Quiso el destino que, a comienzos del boom turístico experimentado en todo el Planeta durante la segunda mitad del siglo pasado, alguien decidiera que aquel era el lugar perfecto para atraer visitantes foráneos a México. Aunque al principio el proyecto parecía un fracaso y estuvo a punto de irse al garete, el esfuerzo publicitario dio por fin su fruto y aquella isla deshabitada quedó convertida en el centro megaturístico que hoy conocemos, con más de ciento cincuenta hoteles sucediéndose uno tras otro como si de Kukulkán bajando por la pirámide se tratase.
Sobre todas estas áreas, protegidas en diferente grado, se cierne un evidente peligro, el mismo que llevó a convertir una isla desierta en un alineamiento sin fin de hoteles. La presión turística en la zona crece a un ritmo asfixiante, extendiéndose desde Cancún hacia el sur en la zona conocida como Riviera Maya y amenazando seriamente un equilibrio ya de por sí muy inestable. El número de visitantes, a todas luces excesivo, atenta contra la biodiversidad de enclaves señeros como Sian Ka’an o Xel-Há. Por su parte, los arrecifes de coral del Sistema Arrecifal Mesoamericano son destruidos, tanto por buceadores inexpertos como por las numerosas embarcaciones que la transitan. No es descabellado pensar, por tanto, que si las autoridades mexicanas no se conciencian para minimizar los riesgos, estos lugares que un día el cielo regaló a los mayas corren serio peligro de desaparición.