Pura esencia mediterránea
Colgada sobre un acantilado que se eleva súbitamente sobre el mar, la localidad de Sidi Bou Saïd ofrece un aspecto minimalista que contrasta poderosamente con el colorido de la vecina ciudad de Túnez. Caracterizada por sus viviendas rigurosamente encaladas así como por la tonalidad vívidamente azul de elementos como puertas, ventanas o dinteles, esta pequeña población presenta un aspecto inequívocamente mediterráneo que resulta sumamente atractivo para un amplio rango de visitantes. Bien desde los resorts de Hammamet o Port el Kantaoui, bien desde los cruceros con escala en el puerto de la capital, no hay viajero al país tunecino que no se acerque hasta ella al menos por unas horas con la pretensión de descubrir esa luz que la inunda y le confiere tan peculiar imagen.
Probablemente sea esa iluminación natural tan particular que anega Sidi Bou Saïd la que tradicionalmente ha ejercido un considerable embrujo sobre numerosos escritores y artistas, que hasta ella llegaron con la intención de captarla y describirla a su manera. Entre los primeros estaban Simone de Beauvoir y André Gide, que fueron asiduos visitantes de la villa cuando ésta era un cotizado lugar de vacaciones para la bohemia parisina. Algunos de los segundos fueron Henri Matisse y Paul Klee, quien durante el tiempo que pasó en la localidad a comienzos del siglo XX dio un giro decisivo a su manera de pintar tras quedar decididamente atrapado en las redes del color, al que ya no pudo renunciar durante el resto de su carrera.
Aunque algunas teorías sostienen que la esencia mediterránea de Sidi Bou Saïd se debe a que aquí se establecieron algunos moriscos expulsados de España en el siglo XVII, existen numerosas dudas al respecto. Parece ser que el nombre originario de la población era Jabal el-Menar, que fue cambiado al actual para honrar la memoria de un imam que en ella residió durante el siglo XIII. Tampoco está tan claro que la coloración uniforme que presentan sus viviendas se haya mantenido tal cual desde que la villa fue fundada. Se dice que el responsable de tan característico aspecto fue el musicólogo francés Rodolphe d’Erlanger, establecido en la localidad para estudiar los ritmos locales, que habría insinuado la conveniencia de decorar los edificios de esta manera. Ante los buenos resultados obtenidos su sugerencia pronto se convertiría en ley.
Pasear por Sidi Bou Saïd resulta una agradable experiencia, especialmente si el viajero consigue abstraerse de las habituales aglomeraciones que presentan sus calles. Lo ideal es pasar en la villa al menos un par de noches, con lo que el visitante conseguirá evitar las horas de mayor afluencia turística. Durante éstas la población aparece repleta de vendedores ofreciendo sus productos a numerosos viandantes deseosos de adquirir todo tipo de souvenirs, la mayoría de ellos ni siquiera genuinamente locales, al mejor precio posible. A pesar de resultar un tanto engorroso para quienes, como es mi caso, no estamos interesados en la compra y el regateo en absoluto, en el fondo se trata de un detalle anecdótico que no consigue restar un ápice del encanto indudable que presenta la localidad.
Una experiencia en Sidi Bou Saïd no sería completa si se deja pasar la oportunidad de visitar alguno de sus cafés. El más conocido de todos es el Cafe des Nattes, que debe su nombre a las esteras que decoran el suelo del local. Su considerable fama acarrea una excesiva concurrencia y no es de extrañar que resulte imposible encontrar sitio libre, especialmente en las mesas situadas en el exterior. Buenas alternativas resultan el Cafe des Delices o el Cafe Sidi Chabaane, desde cuyas terrazas se obtienen buenas vistas del puerto de la localidad. Sorbiendo lentamente un té a la menta y admirando el triángulo azul que forman el cielo, el Mediterráneo y la población misma tuve la sensación de que la luz no se refleja en ella, sino que permanece atrapada allí a eterna disposición de sus visitantes.