Puente de Visegrad (por Jorge Sánchez)
Iba haciendo autostop desde Iraq, pues me quedaba poco dinero y lo guardaba para comer, alojarme en algún dormitorio de vez en cuando, y para pagar el ferry desde Civitavecchia a Barcelona, en mi querida España. A la salida de Serbia me situé junto al agente de Emigración de la República de Srpska, pero me expulsó e hizo alejarme al menos 100 metros de allí. Al rato, un coche con dos hombres gordos a bordo paró y me llevaron hasta Visegrad. Por el camino a España iba visitando los sitios UNESCO y otros que consideraba interesantes con los que tropezara, y el famoso puente de Visegrad era uno de ellos.
Al llegar, los dos hombres me exigieron 5 euros. Yo argumenté que apenas me quedaba dinero para regresar a España y que el autostop es gratis; de haber sabido que me pedirían dinero habría esperado otro coche sin subirme al de ellos. Pero ellos insistieron y al final les di los dinares serbios que aún me quedaban en el bolsillo, el equivalente a 2 euros. Ellos se dieron por satisfechos, apretaron el botón para que pudiera abrir la puerta y me dejaron bajar. El puente era imponente y junto al río Drina ofrecía una impresión de solidez y poderío. Ya había visitado en ese mismo viaje otro trabajo de Sinan ibn Adulmennan (la mezquita Selimiye), en la ciudad turca de Edirne. Sinan construyó ese puente para unir Sarajevo con Estambul.
Crucé el puente y vi que en el centro había vendedores ofreciendo souvenirs baratos, como reproducciones del puente, postales, estatuas de yeso representando a Tito, encajes de bolillos, etc. Me quedé allí arriba del puente al menos una hora admirando el río Drina, saboreando la magia y belleza del lugar. Justo al cruzar el puente me encontré a la izquierda con un hotel de precios moderados, y allí me instalé a pasar esa noche.
Además del famoso puente, que es el «plato fuerte» de Visegrad, también hallé otras cosas interesantes en esa ciudad. Subí a la iglesia vecina, que estaba llena de tumbas. Leyendo las lápidas observé que todos los allí enterrados, varios centenares, eran muy jóvenes; sus edades oscilaban entre los 20 y los 23 años de edad según leí en sus lápidas; todos habían muerto durante la maldita guerra del año 1992. Más adelante, siguiendo el curso del río, llegué a la vieja estación de tren. Tras la independencia de Bosnia el nivel de vida había caído estrepitosamente y el tren no funcionaba, esa estación estaba vacía. A Visegrad solo se puede llegar por carretera. Por las paredes vería varias veces la frase de Gran Serbia en caracteres cirílicos. Y es que al descomponerse Yugoslavia, Bosnia también se descompuso en dos pues allí la mitad de la población no era bosnia, sino serbia, con idioma propio, alfabeto propio, religión propia (la cristiana ortodoxa), y no querían ser ciudadanos de segundo orden y que les forzaran a hablar una lengua oficial que no era la suya. Actualmente Bosnia consta de Bosnia y Herzegovina por un lado y dentro de ella, con status autonómico, la República de Srpska, que significa Serbia. Lo mismo está sucediendo en Kosovo, pues el norte no es de los kosovares, sino de los serbios cristianos, que han dividido la ciudad de Kosovska Mitrovica en dos, como Nicosia, y están muy unidos a Serbia, como pude comprobar unos días atrás en ese mismo viaje.
En las afueras de Visegrad estaban construyendo una ciudad nueva, amurallada, con una iglesia ortodoxa y casas de piedra. Se llamaba Andricgrad y estaba dedicada al novelista y Premio Nobel de Literatura Ivo Andric. Por las paredes leí fragmentos de su libro El Puente sobre el Drina. También descubrí una estatua frente a la iglesia ortodoxa representando a Petar II Petrovic Njegos, un príncipe y al mismo tiempo obispo de Montenegro, poeta y filósofo, según constaba en una placa. Al día siguiente proseguí mi viaje en autostop hasta Sarajevo, que fue lo máximo adonde llegué.