Provocando sonrisas
Mi pareja y yo andábamos buscando destino para unos días libres de los que disponíamos a finales del año 2000. Ya teníamos más o menos claro que queríamos visitar algunos parques naturales en Costa Rica y terminar el viaje en alguna zona costera de ese país. Hasta que se me ocurrió cambiar la playa por unos días en Nicaragua. A ella no pareció gustarle del todo la idea. Prefería en su lugar ir a la zona costarricense de Manuel Antonio, quizás debido a que sus referencias, fundamentalmente políticas, del país nicaragüense no eran del todo buenas. Sin embargo, tras algún que otro tira y afloja conseguimos llegar a un acuerdo y nuestro viaje al estado más grande de América Central comenzó a tomar forma.
Ante nuestra habitual falta de tiempo, debíamos elegir cuidadosamente nuestros objetivos. Teníamos claro que el principal iba a ser Granada, localidad donde esperábamos ver interesantes muestras de arquitectura colonial. Y nuestras expectativas se vieron confirmadas, al tratarse de una agradable e histórica población a orillas del lago Nicaragua, o Cocibolca que es como allí lo llaman. Este enorme lago, de tamaño similar al de la provincia de Málaga, es el de mayor tamaño en Centroamérica y en sus aguas vive la única especie de tiburón de agua dulce que se conoce. También se encuentra en él Ometepe, isla formada por dos volcanes aún activos que es la más grande situada dentro de un lago en todo el Planeta.
Algo al norte de Granada se encuentra el volcán Masaya, al que se puede acceder sin demasiados problemas y apreciar su humeante cráter. Cerca de éste pueden verse varios cráteres más, a cada cual más atractivo, y también una laguna a la que se llega por el llamado Sendero de los Coyotes. Por suerte, estos animales, aunque son relativamente habituales en esta zona de Nicaragua, son de actividad nocturna y es difícil darse de bruces con alguno. El único cráter activo del volcán es conocido como Santiago y se eleva hasta algo más de seiscientos treinta metros de altura, emitiendo con asiduidad gases en los que predomina el dióxido de azufre.
Todavía asombrados por la belleza y la magnificencia de este lugar nos encaminamos hacia Managua. La capital nicaragüense resulta una ciudad sorprendente, puesto que desde el terrible seísmo ocurrido en 1972, que la dejó reducida a escombros, tiene una apariencia de disgregación que le proporciona un aspecto extraño, como si estuviera perfectamente integrada en la espesura. Alcanzó el rango de capital a mediados del siglo XIX y una de las razones que llevaron a su elección fue el hecho de estar a mitad de camino entre Granada y León, dos ciudades coloniales que se disputaban el poder por entonces. Después del terremoto anteriormente mencionado y diversas revueltas ocurridas en las décadas posteriores en el país, parece que últimamente está empezando a retomar el vuelo.
Uno de los pocos edificios que quedaron en pie tras el terremoto fue la antigua catedral, aunque daba la impresión de que iba a venirse abajo en cualquier momento, así que la visitamos raudos. Acabábamos de salir de esta magnífica construcción cuando se nos acercó un grupo de niños de la calle y nos pidieron dinero. ‘Dinero no os voy a dar’, les dije. ‘Pero os invito a un perrito caliente en el puesto de allí’. Tanto el vendedor como los niños estaban muy contentos y nos mostraron su agradecimiento con una sonrisa que no olvidaré jamás. Aunque, en el fondo, creo que la expresión de felicidad que asomó a mi rostro fue aún más grande que la suya. Lástima no haber tenido a mano un espejo para comprobarlo.