Potala (por Jorge Sánchez)
En mi adolescencia, leyendo un libro, creo que de Alexandra David-Néel, leí algo así como: «Uno pronuncia TÍBET en voz baja, religiosamente, con un poco de temor…» Y justo esos fueron mis sentimientos cuando penetré por primera vez en el Tíbet. No podía creer que lo había logrado. Pero no pude alcanzar Lhasa y, por lo tanto, visitar el Palacio del Potala. El segundo día de mi estancia en Tíbet los militares chinos no me dejaron proseguir a Lhasa y me devolvieron al Reino de Mustang. Era el año 1989.
Tuve que esperar al año 2004, y entonces sí que lo visité. En esos tiempos todavía no se había construido el tren que une Beijing con Lhasa, por lo que tuve que volar desde Chengdu. Hoy en día, para visitar el Tíbet hay que comprar un paquete turístico con todo incluido, bastante caro, pues ya no permiten viajar allí de manera individual, como hacen en Bhután y en Corea del Norte. En Lhasa me alojé en una pensión de mochileros en una callejuela estrecha del barrio de Barkhor, cerca del Templo de Jokhang. No me precipité por conocer el Potala; los dos primeros días fueron de aclimatación a la altitud.
Las gentes eran muy religiosas y rodeaban a diario el Templo/Monasterio de Jokhang y el Palacio del Potala varias veces; cada pocos pasos se postraban en el suelo asiendo en una mano una especie de carraca, y exclamando «Om Mani Padme Hum». En cierto modo me recordaron a los peregrinos de Fátima, en Portugal, que se dirigen arrodillados al santuario. Por mucho que se pueda criticar en el extranjero al régimen chino en el Tíbet, lo cierto es que hoy los tibetanos viven mejor que en los tiempos pasados de feudalismo, cuando eran poco menos que esclavos del Dalai Lama. Las sectas tibetanas principales (Nyiunmapa – Kagyupa – Sakiapa) critican al Dalai Lama y su secta Gelugpa, por ser demasiado ávida de poder y dinero. Por otro lado, si el Tíbet no lo hubiera anexado China, lo habría hecho India, país que ya incorporó en el año 1975 el pequeño país de Sikkim, y, de facto, también ha hecho con Bhután.
El tercer día compré mi billete de entrada y visité el Potala durante varias horas. En la taquilla solicité un sello del Potala en mi pasaporte, y me estamparon uno en chino y en inglés, donde se podía leer: «A souvenir of the Potala Palace». Al entrar en ese majestuoso palacio uno pronto pierde el sentido de la orientación y del tiempo, se cruzan numerosos corredores y salones, como el del dormitorio del Dalai Lama, y a veces todos te parecen iguales, a veces me parecía estar perdido en una madriguera de conejos. Cuando estuve saturado, y hasta mareado de contemplar tantos thankas y murales, estatuas y tesoros, estupas y columnas, subí al terrado para despejarme y, de paso, disfrutar del precioso panorama que se abría ante mis ojos. Al salir del Potala ya era media tarde, había pasado allí dentro casi todo el día, se me había pasado el tiempo volando.
Hoy pienso que en el historial de un viajero que se precie como tal, no puede faltar la visita al Palacio del Potala.