Piedra sobre piedra
Una pieza sobre otra, una más sobre ésta, otra más sobre aquella. Como si de un gigantesco puzzle de más de veinte mil fragmentos se tratara, hasta lograr que todas encajaran de una manera perfecta, sin vacilaciones, en un prodigio de estabilidad sin precedentes. Si se tiene en cuenta además que cada una de las partes del todo resultante son sillares graníticos de muchos kilos de peso, que están adosados unos a otros sin ningún tipo de argamasa y que este ejemplo de equilibrio perfecto fue ideado hace casi dos milenios, se convendrá en que el acueducto de Segovia es una obra sin parangón. De ésas, tan pocas, que parecen haber sido dirigidas por una mano divina.
La construcción de tan magnífica creación parece estar envuelta en la bruma y sobre sus orígenes se plantean múltiples interrogantes. Se desconoce quien fue su autor y para quien trabajaba. No hay ningún tipo de inscripción en el monumento que dé la más leve pista sobre su fundamento. Tampoco se tiene noticia de mención alguna en un texto, lo que hubiera permitido situarlo en un momento y lugar determinado de la Historia. Y, aunque parece evidente que su función era la de proveer de agua a un asentamiento humano importante, no se han encontrado vestigios que prueben la existencia de alguno de ellos en los alrededores, a pesar de diversos restos hallados en la ciudad segoviana.
Lo único que no deja lugar a dudas es su procedencia romana, con una datación que diversos expertos sitúan durante la segunda mitad del primer, o a comienzos del segundo, siglo de nuestra era. Podría ser atribuida pues su construcción al emperador Vespasiano o a su hijo Domiciano, incluso a Trajano. Es éste quizás el periodo de mayor esplendor de la arquitectura romana, no en vano en esa época están fechados algunos de sus hitos, como el puente de Alcántara o el famoso Coliseo romano. La capacidad constructiva de este pueblo había ido madurando poco a poco y su habilidad para el cálculo de estructuras llegó a alcanzar unas cotas que resultan sorprendentes incluso hoy día. No resulta descabellado pensar, por consiguiente, que el acueducto de Segovia pudiera ser levantado en un corto periodo de tiempo y que estuviera destinado a un asentamiento no excesivamente populoso.
Seguramente no ha sido la belleza de este monumento excelso la que lo ha hecho perdurar a lo largo de los siglos, sino su indudable funcionalidad. El acueducto de Segovia ha sido usado para abastecer de agua a la población hasta hace relativamente poco tiempo. Su tramo inicial está localizado en las cercanas laderas de la sierra de Guadarrama, desde donde se prolonga durante unos kilómetros hasta alcanzar su punto culminante, situado en la plaza del Azoguejo de la capital segoviana. Fue allí donde surgió la necesidad de darle su característico aspecto, como si de un puente se tratara, con el fin de salvar el vano existente entre dos colinas separadas por unos centenares de metros. Y, aunque con casi toda probabilidad quedaba lejos del centro de la población romana a la que servía, a su sombra fue poco a poco desarrollándose la ciudad de Segovia tal y como la conocemos hoy.
Quizás casi sin percatarse de ello, los arquitectos romanos llegaron a desarrollar cierto sentido que los hacía maridar a la perfección el funcionalismo con la estética. Probablemente había numerosas maneras, muchas de ellas más sencillas, de resolver el problema que suponía la separación entre ambas elevaciones de terreno por las que debía transitar esta conducción de agua. Y quienquiera que fuese su responsable optó por la solución estéticamente más adecuada, aunque su obra seguramente no estaba destinada a ser admirada por su hermosura. Simplemente, debía de cumplir con su función de la mejor manera posible y no cabe duda de que así fue. Pero además, sin ser consciente de ello, el anónimo diseñador del acueducto de Segovia dibujó la línea del horizonte de la ciudad subsecuente, otorgándole una imagen tan representativa que sería impensable que la una sin la otra pudiera algún día llegar a existir.