Perdida y hallada en el templo
El día había amanecido lluvioso en Kioto. Finalizaba un verano que daba sus últimos coletazos con rabia y los restos de un tifón, habituales en esa zona de Japón por tales fechas, descargaban con fuerza sobre la ciudad. Y aunque llevábamos ya un par de días disfrutando de ella, aún nos quedaban muchos templos y jardines por visitar, así que lo primero que hicimos aquella mañana fue comprar un par de pequeños paraguas japoneses. Con ellos y ataviados con unos improvisados chubasqueros salimos dispuestos a plantarle cara a las inclemencias meteorológicas que los pronósticos del tiempo auguraban.
Fundada en la segunda mitad del siglo VIII, Kioto es la esencia de la cultura japonesa. Sus innumerables templos, sus delicados jardines, sus palacios, el aire cultural que se respira en sus calles hacen de esta localidad el paradigma de lo que todo viajero espera encontrar en el país nipón. El motivo principal para su creación fue el traslado de la corte real, hasta entonces establecida en la vecina ciudad de Nara. Durante el siglo XV la población vivió una especie de siglo de oro que llevó a la creación de numerosas edificaciones, entre ellas algunos de los templos que podemos contemplar hoy día. Tras sufrir diversos altibajos, Kioto se ha convertido en la ciudad más histórica de Japón en la actualidad.
Se dice que en Kioto hay varios miles de templos y santuarios, así que puede llevar años el hecho de visitarlos todos. Si se dispone tan solo de unos pocos días en la ciudad, se hace necesario elegir entre las muchas posibilidades disponibles. En nuestro caso, decidimos concentrarnos en algunos de los templos más conocidos, como el famoso Kinkaku-ji. Algunos otros declarados Patrimonio Mundial, como Tenryū-ji o Ninna-ji. Y otros famosos por sus jardines, como Daisen-in o Ryōan-ji. En este último templo se encuentra el jardín zen más conocido de Japón, con sus quince rocas distribuidas sobre la grava al libre albedrío del autor. Sin olvidarnos de Nijō-jō, con su fantástico palacio Ninomaru y sus agradables jardines.
Aquel lluvioso día, tras bajarnos del autobús urbano junto a la entrada de un templo, me di cuenta de que no llevaba mi fiel tarjeta de crédito conmigo. ‘Horror’, pensé, ‘seguro que se me ha caído al sacar del bolsillo los billetes del bus’. Sin demasiadas esperanzas de recuperarla nos dirigimos a una Oficina de Información Turística, desde donde me recomendaron ir a preguntar a una especie de oficina de objetos perdidos de la Empresa de Transportes Urbanos. Hacia allí encaminé mis pasos bajo un paraguas, sin que el viento y la lluvia que arreciaba lograran apartar los negros nubarrones que envolvían mis pensamientos.
Al llegar, me dispuse a explicar lo que buscaba. Ninguno de los trabajadores entendía inglés y mi escaso nivel de japonés hacía casi imposible cualquier intento de comunicación. Me ofrecieron una silla para sentarme y salieron en busca de refuerzos. Por fin, mediante el lenguaje de signos parecieron entenderme y desaparecieron raudos. Pasó algún tiempo y, cuando ya comenzaba a dar mi tarjeta por perdida, uno de los empleados apareció con ella. Ni siquiera aceptaron propina, tan solo un saludo de despedida agachando la cabeza al estilo japonés. Al salir de allí, no tenía ni la más mínima duda de que mi saldo estaba tal y como yo lo había dejado. Arigato, Kioto.