Palmira (por Jorge Sánchez)
Viajé en autobús en diciembre del año 1988 a Siria desde Turquía, vía Alepo. En esos tiempos el país estaba en paz, aunque los controles militares a las entradas y salidas de las grandes ciudades eran generalizados. Durante ese viaje llegaría a conocer cuatro Patrimonios Mundiales de los seis que hoy alberga Siria, aunque entonces yo lo ignoraba y viajaba de manera intuitiva, eligiendo los destinos por lo evocador del nombre.
Alcancé Palmira en autobús desde el puerto de Latakia, con transbordo en Tartous y en Homs. El autobús continuaría su ruta por el desierto sirio hasta Bagdad. Al llegar a Palmira hallé un alojamiento donde dejé mi pequeña bolsa y salí a recorrer los alrededores. Palmira era un pequeño pueblo en el medio de un oasis, con ruinas de palacios romanos que databan del primer siglo antes de Jesucristo, un anfiteatro más un castillo árabe en la cima de una colina, al que ascendí.
Palmira fue brevemente, a finales del siglo III, la capital de un imperio regentado por la mítica reina Zenobia. No había turistas esos días; era el único extranjero en la ciudad y todos se sorprendían al verme y me sonreían. Incluso abrieron el museo de historia especialmente para mí. Los sirios califican a Palmira la «octava maravilla del mundo». Aunque exageran, sí que el sitio tiene mucho encanto. A mí me gustó, me parecía sentir la frenética actividad de otros tiempos que allí se desarrolló. El tercer día de mi estancia abandoné Palmira y viajé en autobús a Damasco.