Nikko (por Jorge Sánchez)
Menos mal que he visitado Nikko y estoy complacido por ello. En viajes anteriores a Japón los viajeros con los que hice amistad me aconsejaban: ‘No vayas a Nikko, es demasiado turístico’. Y siempre les hice caso. Pero en un viaje posterior, muchos años después, resolví yo también ser un turista, razonando:
– ¿Acaso la Alhambra de Granada no es muy turística, y el Museo del Prado también? Pero no por ello dejé de visitar esas maravillas en el pasado.
Llegué a Nikko bien temprano, somnoliento, proveniente de la isla de Hokkaido en autostop y trenes, durmiendo en los internet cafés por unos pocos yenes. Y, tonto de mí, al llegar al complejo turístico lo primero que hice fue comprar un ticket para «tocar» el famoso y bello puente de Shinkyo, lacado de color bermellón, que salva el río Daiya. Supe que había hecho el turista ingenuo cuando los japoneses me miraban y se reían para sí tocándose la punta de la nariz, y sus hijos me señalaban con el dedo. Nadie pagó, nadie atravesó ese puente a pie, como yo hice. Me dolió ese «despilfarro» por tocar y atravesar un puente que se veía a pocos metros de distancia, no hacía falta cruzarlo a pie. Con los yenes que pagué por el ticket podría haber desayunado una sopa de fideos con un huevo cocido.
En la entrada al recinto una piedra te indicaba que aquello era un: «WORLD HERITAGE, Shrines and Temples of Nikko». Subí al complejo de templos traspasando un gigantesco Torii, e hice una pausa para saborear el momento. Ese sitio UNESCO era bello, bellísimo, y me sentí deslumbrado por la armonía de los templos entre el entorno natural. Sólo volví a pagar para entrar en el Sanbutsu-do (el Santuario de los tres Budas), todo lo demás lo contemplé desde fuera, o camuflándome entre un grupo numeroso de turistas.
Cuando me sentí empachado de ver tantos templos, pagodas y estatuas de Buda caminé a la estación de tren y abordé uno de los lentos a Nagano, donde dormí sentado en una silla de un internet café, luego proseguí el viaje hasta Yudanaka y ascendí hasta el parque Jigokudani. Llegué al alba, antes que el guardián que alimenta a los monos con semillas, por ello no pagué entrada al sitio y me pude bañar en las aguas termales de las piscinas naturales, con jabón, y hasta me lavé la cabeza con champú, pues en el internet café de Nagano no había duchas. Los monos, que esperaban sus semillas a la falda de la montaña, me miraban atónitos, y entre ellos se intercambiaban miradas cómplices, como diciéndose: ‘¡Vaya! ¡A fin de cuentas estos humanos se parecen a nosotros!’. Pero como ese parque no es sitio UNESCO ni candidato a serlo, temo que Florencio no me autorice a escribir sobre ese entrañable lugar en esta página.