Jamás, ni siquiera durante mi adolescencia, he sido mitómano. Mis referentes, que no mitos, siempre fueron mis padres, algunos familiares menos directos, varios amigos. Gente cercana, a la que tuve ocasión de valorar día a día y que marcaron mi devenir de forma indeleble. Los ídolos no dejan de ser una quimera. Esto no quiere decir que no haya gente a la que he admirado, sea por su buen hacer en su profesión, por su carisma o por sus valores. Ejemplos podría dar varios, aunque los que suelen venirme a la cabeza son diversos jugadores de baloncesto, distintos músicos de rock y unos pocos viajeros. Y si hay uno de estos últimos que me atraiga especialmente, no es otro que Jorge Sánchez.

Aprovechando una reunión de viajeros que se celebraba un día de San Jorge en Barcelona, decidí acercarme a conocerlo en persona. Sabía que en esa fecha Jorge instalaba un puestecillo con el fin de vender algunos ejemplares de sus libros. Así que me dirigí en su búsqueda, luchando contra la marea humana que atestaba Las Ramblas como un salmón contra la corriente. No resultó fácil, pero ya a una hora avanzada de la tarde conseguí localizarlo. Amable y campechano, rápidamente empezó a narrarme diversas experiencias vividas en los más recónditos lugares. Durante un tiempo que se me hizo muy corto, no puso reparos en responder a mis preguntas e incluso tuvo el detalle de regalarme algunos de sus libros, con el fin de hacerme partícipe de esa pulsión vital que lo pone en movimiento.

Barcelona es una ciudad que merece no ya una, sino varias visitas. De hecho, no era la primera vez que recorría sus calles, ni sería la última. Mi entusiasmo por la arquitectura modernista, especialmente por la obra de Gaudí, me ha llevado hasta ella en diversas ocasiones. Aunque, a diferencia de lo que suele pensarse, el modernismo barcelonés no se ciñe en exclusiva al genial arquitecto reusense, sino que congrega otras construcciones sobresalientes. Entre ellas destacaría Casa Amatller, obra de Josep Puig i Cadafalch colindante con la famosa Casa Batlló, y Casa Lleó Morera, cuyo diseño correspondió a Lluís Domènech i Montaner y que está situada en el mismo Paseo de Gracia. No hay que olvidar tampoco el Palacio de la Música Catalana, cuyo autor fue el mismo Domènech i Montaner, donde tuve ocasión de asistir a un concierto en otro viaje a la capital catalana.

Adolece quizás la Ciudad Condal de cierta falta de coherencia arquitectónica, hecho común a otras grandes ciudades. Sin embargo, resulta un placer vagar sin rumbo determinado por su entramado urbano. El mejor lugar para ello, en mi opinión, es el Barrio Gótico, que es como se denomina al núcleo original de la civitas romana de Barcino, germen de la actual Barcelona. Todavía es posible contemplar algunos restos de aquella época, como el templo de Augusto o parte de la muralla que rodeaba la población. Aunque la edificación más destacada del barrio es la catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia, extraordinario templo gótico que preside la plaza a la que da nombre.

No volví a saber nada de la mayoría de los viajeros que asistieron a aquella reunión y con algunos otros no tengo buena relación, por razones que no vienen al caso. Tampoco he vuelto a ver a Jorge, aunque sigo manteniendo con él una relación epistolar moderna, es decir, mediante el correo electrónico. A lo largo de estos años me ha enviado numerosos artículos de sus viajes, que voy publicando en un espacio dedicado en mi güeb, como él la llama. He comprado varios de sus libros y hemos seguido manteniendo charlas sobre esa pasión viajera que nos une. Ha pasado, por consiguiente, a ser un referente, como aquellos a quienes admiraba de niño.