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Francia

Martinica (por Jorge Sánchez)

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Martinica fue la cuarta isla que visitaría de las varias que posee Francia en el Mar Caribe. Las otras tres a las que ya había viajado fueron: San Martín (compartida con los Países Bajos), San Bartolomé y Guadalupe.

Llegué a Fort-de-France (capital de Martinica) en el coche de un pasajero de mi avión con el que hice amistad. Al llegar me aconsejó no perder tiempo en esa ciudad, sino dirigirme inmediatamente a la antigua capital de la isla, el Petit Paris o París de las Antillas: Saint Pierre, donde me esperaban las principales atracciones turísticas de la isla.

Tras recorrer las calles y plazas principales de la capital y constatar que el ambiente no difería mucho del que había constatado en Pointe-à Pitre (isla de Guadalupe), es decir, vi multitud de clochards que te exigían limosnas, zonas céntricas con mozas esbeltas que te ofrecían con acento dominicano sus servicios de masaje con final feliz, nativos que no sonreían jamás y no te daban información cuando los detenías para preguntarles algo, letreros y pintadas criticando a los békés (franceses blancos de las Antillas francesas, descendientes de los primeros colonos esclavistas), o exigiendo la independencia de los nativos de origen africano con frases tipo French go home, la estatua de Joséphine, la que fuera esposa de Napoleón (que era béké), con la cabeza cortada y pintada con tinta roja, etc., decidí seguir la recomendación de mi amigo béké, y emprendí la marcha a pie hacia Saint Pierre sin volver la vista atrás.

Mi compañero de avión me había advertido muy insistentemente que cuando hablara con un béké, jamás mencionara la palabra tabú de colonia refiriéndome a Martinica, recomendación que, por mi bien, observé durante mis tres días de estancia en la isla.

Los békés, con ayuda de Joséphine cuando fue emperatriz de Francia, reintrodujeron la esclavitud en las Antillas francesas tras haber sido abolida, algo que los nativos negros no han olvidado.

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Por lo que había aprendido charlando con mi amigo béké, sabía que Colón descubrió Martinica durante su cuarto viaje, desembarcando en Le Carbet, a 3 kilómetros de Saint Pierre, donde permaneció 3 días. Los nativos caribes conocían esa isla como Madinina, que en su lengua significa isla de las flores, y Colón la llamó Martinica, que en francés se escribe Martinique.

En los años de 1630 se instaló allí un aventurero francés que creó una compañía comercial, y al morir, sus hermanos vendieron la isla al rey de Francia, el cual la convirtió en la capital de las colonias francesas en esa parte del mundo. Varias veces fue ocupada por los ingleses, pero siempre fueron expulsados. Tras la Revolución Francesa, los plantadores, que eran de origen noble, determinaron ceder la isla a los ingleses para escapar de la guillotina, y aunque la entrega no se llegó a consumar, se salvaron de la muerte gracias a su paisana Joséphine.

Cuando a mediados del siglo XVIII de nuevo se abolió la esclavitud en Martinique, se importaron coolies o indios de la India, chinos, etc. Durante la Segunda Guerra Mundial, los békés apoyaron al gobierno de Vichy. En la actualidad, los békés siguen dominando económica y políticamente la vida en la isla. Ellos afirman que nunca entregarán la isla a los negros, como éstos pretenden, pues si ellos han de regresar a Francia, arguyen que entonces los negros han de regresar a África.

Camino de Saint Pierre, a unos 5 kilómetros en dirección al norte, por un paisaje tropical verdaderamente hermoso, me detuve por una hora en Sacré Coeur, el Montmartre martinico, una réplica en miniatura del famoso templo parisino.

En vez de seguir el contorno de la costa había escogido el del bosque, el sendero llamado La Trace, que es mucho más escénico y atraviesa una selva exuberante. El regreso sí que lo haría por el litoral.

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Como realicé diversas paradas durante mi caminata para disfrutar del paisaje, llegué a Saint Pierre cuando ya era la noche. Localicé junto a la playa un edificio vacío para dormir, pues Saint Pierre es una ciudad fantasma con la mayoría de sus casas abandonadas. No encontré ningún hotel y ya estaba todo oscuro por lo que no me atreví a regresar a Fort-de-France. Allí me acosté y al poco rato sucumbí al cansancio.

Debían ser las 5 de la mañana y apenas comenzaba a amanecer cuando oí griterío y alboroto de la playa vecina, y ruido como si arrastraran algo de gran peso por la arena. Me incorporé un poco asustado y miré hacia donde se estaba produciendo tal algarabía. De pronto vi a numerosos perros meneando la cola en señal de alegría, y a unos nueve o diez negros de moda rastafari que, levantando las manos al cielo como si se tratara de una oración, exclamaban a coro, en voz alta, lo siguiente a los recién llegados pescadores con sus barcas:

– ¡Gracias a Dios que habéis vuelto todos sanos y salvos!

Y los pescadores, agradecidos, prepararon allí mismo una improvisada barbacoa de pescados frescos, gambas, peces voladores, más vasitos de ron, e invitaron a todos los presentes a participar. Cuando me alcanzó el sabroso olor de los pescados aparecí de improviso y, tras las salutaciones de cortesía de rigor, yo también deseé a los pescadores éxito y salud para ellos y sus seres más queridos, lo que les agradó y me rogaron que les acompañara en el banquete, que me enteré era allí una costumbre cotidiana de respeto hacia sus muertos tras la gran catástrofe que ellos llamaban de la Montagne Pelée.

Intrigado, les pregunté a los pescadores, entre pescado y vaso de ron, qué desgracia era esa que había acontecido, y me explicaron que en 1902 entró en erupción el volcán de la montaña Pelée, de 1400 metros de altura, matando a más de 30.000 personas, carbonizadas o por asfixia, y destruyendo por completo la magnífica ciudad, orgullo de Francia.

Saint Pierre nunca se recuperó, y actualmente cuenta con una población de 4000 personas que aún viven entre las ruinas fantasmagóricas.

Aún me quedaría un día entero más en esa ciudad que encontré exenta de peligro y donde había conocido muchos amigos entre rastafaris y otros nativos. Por la mañana me despertaba a tiempo para desear suerte y salud a los pescadores. Luego admiraba los pitones y conos volcánicos de los alrededores de Saint Pierre. El entorno era sobrecogedor.

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El tercer día regresé al aeropuerto a pie, visitando por el camino el Museo de Paul Gauguin, el pintor francés (de madre peruana) que vivió en una choza cerca de Saint Pierre unos seis meses y allí pintó una docena de cuadros para acabar muriendo en las islas Marquesas, en la Polinesia Francesa. Luego me detuve en Le Carbet buscando inútilmente alguna placa que recordase el desembarco de Colón en 1502. Y por fin llegué ya oscureciendo al aeropuerto de Fort de France, donde me quedaría a dormir pues mi siguiente vuelo era de madrugada.

Desde Fort-de-France volé a mi siguiente isla caribeña, de las cuales llegué a conocer más de 50, todas habitadas, en un período neto de 6 meses de viajes por el mar Caribe.

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