Manú (por Jorge Sánchez)
Visité fragmentos de este enorme Parque Nacional de casualidad. Me hallaba en la provincia peruana de Madre de Dios, donde había trabajado unas semanas extrayendo oro en un campamento. Una vez que me pagaron en pepitas de oro resolví volver a Cusco, pero no por la ruta de ida, vía Puerto Maldonado, sino por el camino más corto, aunque más azaroso, cruzando el sur del Parque Nacional del Manú, lo que me tomaría más de una semana, pues uno de los buscadores de oro me había relatado la leyenda de Paititi, la legendaria ciudad perdida de los incas, que supuestamente se halla en ese parque. Varios aventureros, como el teniente coronel inglés Fawcett, se perdió en la jungla tratando de hallarla, y cuya vida inspiró el personaje de Indiana Jones.
Cuando me despedí de mis compañeros del campamento surqué en una lancha el río Madre de Dios hasta Colorado, otro campamento de buscadores de oro. Para viajar más allá debía esperar otra lancha. Como la vida en ese campamento era muy cara, me desempeñé de camarero durante tres días en una cantina, a cambio de alojamiento y las tres comidas. Al cuarto día acertó a pasar por allí la Señora Victoria, una mujer que se dedicaba al comercio entre los poblados de Colorado y Manú, y me invitó a llevarme a cambio de mi ayuda en desembarcar mercancías en las aldeas a orillas del río. Ella vivía cerca de Diamante, donde su marido, hijos, nietos y varios obreros construían lanchas de totora de manera artesanal. La Señora Victoria tenía una lancha a motor peque-peque, más lento que el 55. El motorista era un nativo piro, y el tanganero era un joven machiganga de Salvación. Durante los días de travesía la Señora Victoria me contó que en el Parque Nacional del Manú viven varios centenares de especies de mamíferos y más de mil especies de aves, además de más de un centenar de anfibios y reptiles de diferentes clases. Por el camino vi caimanes, pájaros carpinteros, mariposas gigantes multicolores, gaviotas de pico rojo, gavilanes, garzas, cigüeñas, monos exóticos diminutos más otros que siempre chillaban, ronsocos o animales mitad oso y mitad jabalí, serpientes raras venenosas, hormigas gigantescas, nutrias enormes, y aún otros que no supe identificar de lo raros que eran. De vez en cuando la Señora Vitoria le pedía al motorista parar en una orilla del río para desenterrar de la arena huevos de charapas, o tortugas. Yo me sentía culpable cada vez que lo hacía, pero no osé criticarla pues conmigo fue muy bondadosa. En los poblados que parábamos yo desembarcaba los abalorios que vendía. Todos los nativos eran indígenas que hablaban el español con dificultad. En todas esas aldeas había pavogiles, que era una especie de gallina gigante, descomunal, que guardaba la casa y vigilaba que los bebés no se perdieran internándose en el follaje, o se cayeran al río.
El segundo día llegamos a Manú, en la confluencia entre el río con ese nombre y el río Madre de Dios. Estaba habitado por unas pocas familias que se dedicaban a talar árboles que vendían en Puerto Maldonado. Allí comenzaba realmente el Parque Nacional del Manú. Penetramos en ese parque y proseguimos hasta Diamantina, la capital de los piros, famosos por haberse enfrentado, con éxito, a los incivilizados amahuacas, los caníbales que protegen Paititi evitando que ningún intruso penetre. Los amahuacas atacan de noche, van siempre desnudos, se comen a los indios que capturan y hasta chupan el tuétano de sus huesos. Los cráneos de los indios que matan los cuelgan de un palo en las fronteras de su territorio. El tercer día de travesía llegamos a la casa de la Señora Victoria y me invitó a pasar en ella dos días. Ella hablaba el huachipaire con su marido, Don Esteban, y ambos me contaron muchas historias sobre el Paititi, en cuya existencia creían. También me contó sobre los piros y los mascopiros, tribus que viven en las selvas vecinas de Shintuya.
El tercer día de permanencia en casa de la Señora Victoria y Don Esteban oí el ruido de un motor 55, y toda la familia y yo salimos al río. Eran Lucho, guía del Parque Nacional del Manú, y su motorista, que venían del río Manú. Me despedí cariñosamente de la familia y embarqué en la lancha. Navegamos primero a Shintuya, y a media tarde emprendimos viaje hacia Salvación, último poblado de Madre de Dios. Allí, la época de lluvia es en Noviembre, por ello durante el mes de Julio (cuando yo estuve) hay poco agua río arriba. Muchas veces nos tocó empujar la lancha para sobrepasar las cascadas y remolinos, y debido a ello pronto se hicieron las seis de la tarde y nos tuvimos que quedar a dormir en la playa del río Pantiacolla y su cordillera. El cielo estaba muy claro; con regularidad se veían pasar estrellas fugaces. Sobre nuestras cabezas distinguíamos la constelación de Escorpión. Lucho me contó que los antiguos incas ya conocían las constelaciones y a la de Escorpión la llamaban la del Mono debido a la forma que adoptan las últimas estrellas, similar al rabo enroscado de un mono. Lucho ya llevaba dos años trabajando en el Parque Nacional del Manú. No hacía mucho que los amahuacas atacaron y mataron a dos turistas franceses. En ese parque los nativos no desean contacto con el hombre civilizado, porque unos cincuenta años atrás pasaron por allí los caucheros, hombres sin escrúpulos que ocasionaron la muerte a muchos indígenas y violaron a sus mujeres, esclavizándolas después. Según Lucho, el Paititi no se hallaba dentro del Parque Nacional del Manú, sobre una meseta formada por la cadena de montañas de Pantiacolla, sino cerca del poblado de Pilcopata, entre los ríos Tono y Piñi-Piñi.
Al amanecer proseguimos viaje hasta Erika, frente a Salvación. En una ocasión empleamos tres horas para superar unos rápidos, apartando las piedras del camino y al mismo tiempo excavando una especie de surco para que pudiera pasar la quilla de la lancha. En Salvación no había camiones. Tuve que caminar durante cuatro horas los veinte kilómetros que me separaban de Pilcopata. Al llegar allí tuve mucha suerte, pues el único camión que iba a Cusco ya estaba arrancando y pude interponerme a tiempo en su camino para que frenara y poder subir a él, arriba del todo, junto a varias decenas de indígenas. Como el camino es tan estrecho, los lunes, miércoles y viernes bajan los camiones de Cusco a Shintuya, mientras que los martes, jueves y sábado recorren ese trayecto a la inversa. Los domingos se reparten en dos períodos de doce horas. Si llego a perder ese camión habría tenido que esperar tres días en Pilcopata. Llegué a Cusco un domingo de madrugada, con toda mi ropa sucia, muy delgado y hambriento, desaliñado y despeinado. Pero me sentía muy feliz por mi aventura en el Parque Nacional del Manú.