El vehículo en el que nos dirigíamos a la localidad jordana de Wadi Musa bajaba por la ladera de una de las colinas que rodean la ciudad cuando, de pronto, nuestro conductor detuvo su marcha. ‘Mirad allí’, nos dijo apuntando hacia algo que asemejaban ser las circunvoluciones de un cerebro. ‘En aquel lugar se esconde Petra‘, aseguró. Por más que lo intenté, no pude ver nada desde aquel sitio, situado en un punto bastante más elevado del terreno. ‘Estos nabateos supieron elegir bien el emplazamiento de su capital’, pensé. En efecto, la ubicación de esta legendaria ciudad pasa completamente inadvertida y da una sensación de invisibilidad que, seguramente, la hacía inapreciable para los muchos enemigos que en aquellos difíciles tiempos del siglo VII a.C. debían tener sus moradores.

Fue sin duda la facilidad de defensa lo que hizo a este lugar ser tan apreciado por diferentes pueblos de la Antigüedad. Su único acceso es, prácticamente, el Siq, un angosto corredor de más de un kilómetro de longitud y doscientos metros de altura en algunos puntos que convertía a Petra en casi inexpugnable. Mientras avanzábamos por tan famoso desfiladero comencé a sentir una especie de cosquilleo en mi estómago, que se acrecentó cuando comenzamos a vislumbrar los primeros rayos de sol reflejándose en la portada rojiza de El Tesoro. La fachada de este edificio recuerda a una escultura a medio tallar, como si no hubiera sido extraída de la roca por completo. Su imagen es la más característica de la antigua ciudad y su grandiosidad resulta impresionante, aunque el hecho de ser tan conocida le resta algo de misterio.

Parece ser que los primeros en instalarse aquí fueron los edomitas, una tribu casi desconocida. A ellos les siguieron los nabateos, pueblo dedicado al comercio que convirtió a Petra en su capital. Originalmente de vida nómada, los nabateos fueron con el tiempo asentándose en este lugar y comenzaron a excavar sencillas viviendas en la roca. Labraron también edificaciones más sofisticadas cuya función, incluyendo la de las más conocidas, como El Tesoro y El Monasterio, era al parecer la de servir de panteón a sus monarcas. También construyeron un teatro, igualmente tallado en la roca como sucede con todas las estructuras principales a excepción de la llamada Qasr al-Bint, de aspecto no menos imponente y que era probablemente usada como templo en honor del dios Dushares.

Con el declive del reino nabateo llegaron a Petra los romanos, que variaron ligeramente el diseño de la ciudad y ampliaron el teatro. De esa época se han encontrado restos de varias villas, incluyendo diversos mosaicos. Cuando el emperador Constantino se convirtió al cristianismo, la población pasó a formar parte del Imperio Romano de Oriente y algunas de sus construcciones, incluida El Monasterio, empezaron a ser reutilizadas como iglesias. A partir de entonces el brillo de Petra comenzó a declinar, a lo que también contribuyó un terremoto que destruyó parte de sus edificios. Esto no fue óbice para que los árabes también se interesaran por ella, pues de acuerdo con su tradición el profeta Moisés golpeó aquí una roca y de ella brotó agua, llegando a formar un río. Debido a ello denominaron Wadi Musa, es decir río de Moisés, al valle contiguo a Petra y asimismo a la localidad adyacente.

Pasamos todo el día admirando la extraña belleza de este lugar, donde el reflejo de la luz sobre la piedra arenisca extrae destellos de vivos colores. Lamentablemente, y como no podía ser de otra manera, Petra ha sucumbido a los cantos de sirena del turismo y por doquier te asaltan beduinos ofreciéndote paseos en camello, niños intentando venderte agua o bisutería barata, vecinos a los que les gustaría llevarte a lomos de su burrito, pseudoartesanos que te muestran sus productos. Y turistas, muchos turistas. Hablando en tono demasiado elevado por el desfiladero, pidiendo que te apartes para no interferir en su fotografía, regateando para pagar menos por subirse al camello, posando con ridículas posturitas junto al beduino. Todo vale ya en Petra, aunque espero que las sombras nunca lleguen a oscurecer del todo las brillantes luces producidas por ese fulgor rosáceo que emite su piedra.