‘Pero hombre, Fidel, no me vendrás a justificar las actuaciones de tu tocayo cubano’. ‘Sí, Fidel tiene un gran corazón, créame usted’. Habíamos conocido a Fidel, cortés y educado joven nica, apenas unos minutos antes. Queríamos un guía local que nos acompañara hasta la bonita población de Granada y apareció presto en la entrada del Hotel Montelimar. Tras unos minutos de confusión, cuando él pensaba que acompañaría a unos canadienses, nos sentimos cómodos y durante el trayecto comenzamos una charla sobre la situación política que se vivía entonces en Nicaragua. Declarado y ferviente seguidor del Frente Sandinista, nuestro guía no dejaba de ponderar las bondades políticas de Daniel Ortega y sus partidarios. Aunque yo no lo tenía tan claro.

Lamentablemente para ellos, en Iberoamérica saben mucho de caciques. Tanto, que este término ya extendido a lo largo y ancho del mundo, procede del continente americano. Concretamente de los pueblos taínos de las Antillas, donde era usado para designar a sus jefes. Los españoles llegados a aquella zona comenzaron a utilizarlo para referirse a los dirigentes locales y, durante la segunda mitad del siglo XIX, se integró a la perfección en la terminología hispana, empezando a ser designados con él ciertos personajes que creaban redes clientelares con el fin de medrar políticamente hablando. Se empezaba a comprobar por entonces que, en cuanto a la clase dirigente se refería, conquistadores y conquistados no eran tan diferentes.

Si bien en Iberoamérica no han dejado de existir caciques desde tiempos inmemoriales, como lo prueban ejemplos actuales como el venezolano Maduro o el cubano Raúl Castro, ese triste fenómeno se puso especialmente de manifiesto durante el siglo XX. En los cien años más nefastos que ha vivido la humanidad, los caciques surgían como hongos, a la manera de una singular pandemia de la que no escapaba ni un solo estado en todo el continente. Nombres como Pinochet en Chile, Perón y señora en Argentina, Noriega en Panamá, Trujillo en la República Dominicana, Batista y su sucesor Fidel Castro en Cuba y Fujimori en Perú son tan conocidos como responsables de múltiples desmanes.

Como era de esperar, Nicaragua no salió indemne y también tuvo sus propios caciques. Los más notorios de todos ellos se llamaban Anastasio y se apellidaban Somoza. Durante cuatro décadas controlaron el país con mano de hierro y tan solo una revolución llevada a cabo por el denominado Frente Sandinista de Liberación Nacional logró poner fin a sus abusos. Entre sus posesiones más destacadas se encontraba una propiedad con excepcionales vistas sobre la costa del Pacífico, conocida desde antiguo como Hacienda Montelimar. Fundada a comienzos del siglo XIX por una dama española llamada Ana Joaquina Uscola, pasó más tarde a manos de un acaudalado médico y más adelante se convirtió en residencia de verano de Tachito, el último cacique de la dinastía de los Somoza.

Tras el exilio en Paraguay y el posterior asesinato de Anastasio Somoza hijo, la fastuosa Hacienda Montelimar pasó a manos estatales para más tarde ser reconvertida en hotel. Sin saber muy bien cómo y desconocer del todo su historia, en ella nos alojamos durante nuestra visita al país nicaragüense. Desconozco los recovecos por los que la vida habrá llevado a Fidel, aunque me gustaría volver a encontrarme con él algún día. Y entonces, mientras diéramos buena cuenta de unos tragos de ron, marca Cacique a ser posible, no tendría mayor reparo en recordarle que mi pronóstico se había cumplido y su idolatrado Daniel Ortega había acabado convirtiéndose en otro cacique más.