Los amos del tugurio
Nuestro vuelo a Manila aterrizó a finales de agosto de 2007 en el aeropuerto de Clark, una antigua base aérea estadounidense situada más de setenta kilómetros al norte de la capital filipina. Este lugar está muy cerca del volcán Pinatubo, cuya silueta se aprecia con claridad en la lontananza y que hace un par de décadas provocó una espectacular erupción con casi un millar de muertos en la zona. Incluso la propia Clark, aún en manos yanquis por entonces, quedó reducida a cenizas y hubo de ser reconstruida por completo. Lo curioso del caso es que el Pinatubo había estado inactivo durante más de medio milenio y los expertos no se esperaban una entrada en escena tan poderosa como la que tuvo aquellos días.
Aunque hay autobuses que te llevan desde Clark al centro de Manila, su frecuencia es baja y David era aún un bebé con su correspondiente equipaje, por lo que me dirigí al mostrador de una empresa de taxis para acordar el precio del traslado. En Filipinas conviene regatear, pero tal habilidad nunca ha sido nuestro fuerte así que acepté el primer precio que me dieron, tampoco excesivo por otra parte. La forma más directa de llegar a Manila desde Clark pasa por la ciudad de Angeles City, muy cercana a la antigua base y que está totalmente plagada de prostíbulos muy frecuentados por los marines estadounidenses desplazados a esta zona. Cuando éstos se fueron el número de tales locales bajó mucho pero aún ahora son bastante evidentes cuando atraviesas la localidad.
Mientras cruzábamos parte de la isla de Luzón hacia nuestro destino en Manila no dejaba de sorprenderme con los nombres de los pueblos de la zona. San Fernando, Floridablanca, San Ildefonso, San Miguel…’Esto parece España’, pensaba. Hay bastantes reminiscencias del idioma español en este archipiélago de más de siete mil islas, aunque muy pocos entre sus casi cien millones de habitantes lo hablan. Por ejemplo, si necesitas un tenedor en un restaurante puedes solicitarlo en castellano y te entenderán perfectamente. Los números se dicen como en nuestro idioma. Y entre los manjares preferidos por los filipinos se encuentran el lechón o el adobo, platos nacionales por excelencia.
Manila es una ciudad que impresiona por sus dimensiones y por sus contrastes. Tiene barrios y más barrios de chabolas, donde las vías están sin asfaltar y por ellas corren auténticos ríos de aguas cuasi fecales. Niños semidesnudos juegan en sus calles, por las que circulan legiones de ciclomotores junto a jeepneys y otros vehículos que jamás pasarían la ITV en España. También existen barrios, como Makati, donde abundan los rascacielos y se suceden los centros comerciales al más puro estilo norteamericano. Y no falta, incluso, una zona amurallada denominada Intramuros, donde aún quedan muestras del arte barroco llevado allí por los españoles en el siglo XVI.
La ilusión de Daniel era montar en un jeepney, pero su madre no estaba muy por la labor. Se trata de antiguos jeeps que usaban los estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial y que, tras ser espectacularmente tuneados, sirven ahora como autobús urbano. Siempre van hasta los topes y nunca sabes muy bien hacia donde se dirigen, así que al final me subí con Dani en uno que estaba aparcado y pudimos hacernos una idea de cómo se mueven los habitantes de Manila en esta enorme urbe. Cuando volvíamos hacia el hotel buscamos un sitio donde comer algo. Nos metimos en un garito con llamativas luces de neón y lleno de gente jugando al snooker. Nada más entrar me di cuenta de que aquello no era precisamente un restaurante. Pero ya era tarde, casi sin percatarnos ya estábamos acoplados en una especie de taburetes con unas raciones de lechón y unas cervezas San Miguel, la filipina original, esperando que diéramos buena cuenta de ellos. David iba pasando de mano en mano entre las empleadas del local y trabajadoras de otro tipo que allí abundaban. Una de ellas, venida de Zamboanga y que respondía al sugestivo nombre de Bambi, nos cantó una dulce canción en un castellano antiquísimo. Daniel miraba como los parroquianos jugaban al snooker, rodeado de adolescentes que lo mimaban. Por una vez, en aquel tugurio de Manila, las estrellas no eran los clientes sino un bebé y un niño de origen español.
Me encanta el final de la historia Floren 😉
PD: el fin de semana pasado tuve la suerte de conocer a una pequeña parte de la comunidad filipina afincada en Palma de Mallorca
Me alegra que te guste, Funk House. Y viniendo de alguien que escribe tan bien como tú es todo un halago.
Muchas gracias por tus palabras y un abrazo.
Filipinas debe ser increíble. Muy bueno el título de la entrada, al final se desvela 🙂
Sobre playas no puedo decirte, aunque he visto fotos de algunas impresionantes por ahí. Manila es una ciudad que me gustó mucho, tiene una atractiva zona histórica y muy buen ambiente. Los filipinos son muy buena gente además. A pesar de algunos contras, es una ciudad a descubrir.
Muchas gracias por tu comentario.
Buen post, supongo que Bambi, al ser de Zamboanga, hablaría chabacano o «broken spanish» como le llaman ellos a esa especie de español.
Saludos desde Palawan.
Sí, era el lenguaje conocido como chabacano. En otro viaje tuve oportunidad de escuchar el chamorro en la isla de Guam y me sonó bastante parecido. Guam también fue colonizada por los españoles y se nota en el idioma aún.
Muchas gracias por tu aportación.