Lago Chad (por Jorge Sánchez)
En Ndjamena, una vez que obtuve la «Autorisation de Circuler» por la zona del lago Chad, viajé a Bol, el último destino de servicio regular de autobuses. La ruta que bordea el lago es arenosa, casi imposible de recorrer para un autobús. Más de una vez debimos descender y colocar en la arena unas planchas de hierro para que las ruedas del vehículo no embarrancaran. Llegué a Bol ya de noche y no pude ver el lago. Un compañero de viaje me invitó a dormir en su casa, pues el Islam no permite dejar desatendido a un huésped en apuros. Por la mañana, tras registrarme en la Policía, me acerqué al lago, adonde llegué extasiado, más por el logro viajero que supone encontrarse allí que por la belleza del mismo. Vi canoas o pirogues de papiro o totora utilizadas por los pescadores, similares a las del Lago Tana, e incluso a las del Lago Titicaca. Muchos pasajeros aguardaban el barco para cruzar a Bornu en el lado nigeriano.
El Lago Chad se está secando poco a poco. Una causa es la sequía natural del Sahel, pero otra, al igual que sucede en el Mar Aral, es producida por la desviación del agua de sus ríos tributarios para los campos de algodón de Camerún. Ese lago contiene numerosas islas, algunas de ellas habitadas, pero de peligroso acceso por haber sido ocupadas por los guerrilleros. En ellas moran pescadores. Todos los poblados de los alrededores del Lago Chad viven por ciclos semanales, marcado por el mercado, día festivo, caiga en domingo o en miércoles. Ese día no se trabaja ni se estudia y los padres llevan a sus hijos a pasear y comer golosinas; se visita a los amigos y parientes o se va al cine. En él venden camellos, especias, nueces de kola, telas de colores, pomada nigeriana, pimientos, zapatos de plástico, dátiles, pitos de sereno, detergente, cuentas de collares, encajes de bolillos, pescado seco, regaderas, y abalorios de manufactura china en general. Para beber es muy popular un menjunje rojo que dicen va bien contra la insolación. Al llegar la noche las gentes tocaban los tambores y las familias cantaban en el patio de sus casas lanzando el grito característico de: ¡Ayayayayaiiii…!
Como en casi todo el Sahel, los hombres visten con chilabas y las mujeres se enganchan aros en las aletas de la nariz. Muchos lucen tatuajes y la mayoría muestra en la cara, frente y nariz los cortes tribales de geometría simétrica, como tres cortes que parecían el número 111. Todos, hombres y mujeres, ancianos y recién nacidos, portaban talismanes de todo tipo, sortilegios y amuletos o gri-gris en vainas de cuero, y hasta balas de la buena suerte para que ningún disparo te mate. Al cabo de dos días de espera pude abandonar Bol en dirección a un poblado más al Noroeste, Bagasola, donde tuve la fortuna de coincidir con un camión de empleados del gobierno que estaban realizando el censo de Kanem subvencionado por las Naciones Unidas, y podría viajar con ellos al día siguiente hasta el pueblo de Liwa, a sólo doscientos kilómetros de la primera aldea de Níger. Más allá no habría transporte regular, tan sólo un camión mensual que llegaba para cargar natrón, una piedra caliza de la que extraen detergente y productos farmacéuticos. En Liwa esperaría en vano cerca de una semana a tal camión, lo cual me sirvió para familiarizarme con algunas de las costumbres de las gentes de Kanem: al llegar a cualquier poblado, por pequeño que fuera, es compulsorio preguntar por el jefe, que siempre te suele recibir sentado en una estera, rodeado por los notables del lugar. Hay que descalzarse y arrodillarse ante él con una pierna, y requerirle respetuosamente autorización para pernoctar, cosa a la que él siempre accede mostrándote una especie de entoldado con esteras donde se puede dormir, a veces incluyendo una comida al día consistente en bul.
Por las noches se oyen cánticos que salen de todos los cortijos de las casas de adobe; son niños ante una fogata que recitan una y mil veces versículos del Corán escritos en árabe sobre tablillas de madera. El primer día los niños pequeños de Liwa se asustaban al verme, por las historias que los adultos les habían contado sobre la raza blanca. Pero a partir del segundo se divertían siguiéndome y conversando. Las preguntas que me formulaban más frecuentemente, tanto niños como adultos, eran:
– ¿Por qué has venido aquí?
– ¿Cuándo te marcharás?
– ¿Eres muy rico?
– ¿Te envía tu gobierno?
Para tomar notas escribía a escondidas, pues una vez que no lo hice así, las gentes, desconfiadas, se molestaron creyendo que les arrebataba secretos que les pertenecían. Como me empezara a cansar de esperar tantos días el camión de Níger, que nunca llegaba, pedí autorización al jefe para abandonar Liwa en camello, solicitándole me presentara un camellero de confianza para que me sirviera de guía a Níger, conviniendo de antemano un precio justo «nativo», no de «turista». Él mandó llamar al hijo de un notable y acordamos la salida para esa misma noche.
– Pero antes -me aconsejó el jefe- has de adquirir un gri-gri para que te proteja. El camino será duro para un europeo como tú.
El camellero entonces me condujo a la casa de un marabú muy respetado, un anciano de ojeras muy interesantes. Rezó y escribió un mensaje en árabe en un papel a la par que recitaba encantamientos rogando a Alah para que la finalización de mi viaje estuviera exenta de adversidades insuperables. Le pagué una voluntad y luego marché a que me envolvieran el preciado gri-gri en una funda de cuero a la que añadí un cordel para colgármelo en el cuello por el resto del viaje. Ahora sí que ya estaba todo preparado para la partida. El camellero, llamado Abderramán, fue a buscar sus dos camellos revueltos entre muchos más, identificándolos al instante. Le pregunté:
– ¿Cómo es que reconoces tan fácilmente a tus dos camellos entre cien?
– De la misma manera que un europeo en la ciudad reconoce su coche entre muchos otros —me contestó—.
Observé que todos los camellos llevaban marcas en el cuello o muslos que servían para demostrar la propiedad de sus dueños. Cargamos unas bolsas con pan, dátiles secos, cacahuetes, chai, dos botellas de agua y maíz para los camellos, que de hecho eran dromedarios, de una sola joroba. Para subir arriba de ellos se debe tirar de la rienda enganchada a la boca del camello, quien entonces se agacha, y en dos tiempos se levanta de nuevo. La bajada es en tres tiempos y hay que engancharse bien en una especie de «mástil» de la montura para evitar que te tire. El horario de viaje sería: levantarnos a las 5’30, descansar al mediodía hasta las 15.30 de la tarde, parar de nuevo a las 18.00 para la cena y proseguir hasta la medianoche para dormir.
Abderramán calculó tres días de viaje a Dabois, el puesto fronterizo chadiano, y un día más hasta N’Guigmi, ya en Níger. Entre Liwa y N’Guigmi median unos doscientos kilómetros. Por el camino vimos tiendas rectangulares de nómadas, con cabras, perros y camellos, que nos saludaban al pasar y ofrecían comida, generalmente leche de camella en una palangana comunal donde echábamos trozos de pan, que comíamos en cuclillas sobre una estera. Las noches eran claras y dormíamos à la belle étoile. A los camellos se les ataba las dos patas delanteras con una cuerda y se les dejaba que comieran hierbas y acacias de los alrededores. Por las mañanas los encontrábamos dentro de un radio de medio kilómetro. Atravesamos aldeas abandonadas por la sequía del Sahel cuyos habitantes habían emigrado a las islas del lago Chad, y poblados habitados donde fuimos invitados a descansar y beber chai. Cuando se nos acabó el agua de las dos botellas nos abastecíamos de pozos en los oasis, con ayuda de un capazo donde también bebían los camellos. Era un agua apestosa, de color negra, marrón, verde o amarilla, con sabor intolerable, similar, eso me parecía, a orines de camello. Pero debía beber de cinco a siete litros diarios para no deshidratarme. Durante tiempo, ya habiendo acabado el viaje, mi subconsciente recordaría aún el asqueroso sabor de esa agua cada vez que iba a beber. Abderramán, sin embargo, la encontraba buena. Al viajar a bordo del camello debía prestar mucha atención, pues a veces pasábamos por zonas donde había arboleda llena de pinchos largos. Lo mejor era viajar a paso normal de camello, a unos tres kilómetros por hora. Si se desea ir a trote hay que golpear con una fusta el cuello del camello y gritarle enérgicamente alguna palabra como: ¡iala, iala!, pero se bota mucho y te produce escoceduras en las posaderas, como fue mi caso. A veces al camello le entran ganas de gritar y su boca apesta a cloaca. Siempre tiene hambre y de dejarlo a su aire se pararía en todos los arbustos del camino para tragar hierba que luego rumia. Tras numerosas aventuras y encuentros curiosos dejé de observar el lago Chad. El cuarto día arribaría, extenuado, a la frontera con Nigeria.