La tristeza de la huerta
Desde que me instalé en la ciudad de Murcia, recorrer los numerosos carriles e intrincados vericuetos de la huerta ha sido una de mis actividades favoritas. Delimitada por dos alineaciones montañosas entre las que discurre el río Segura, La Huerta de Murcia es una comarca natural que comprende los términos municipales de Alcantarilla, Beniel y Santomera, así como gran parte del de Murcia. Este valle comenzó a ser cultivado en tiempos de los romanos, aunque en aquella época era terreno pantanoso en su mayor parte. Fueron los árabes quienes lo desecaron e idearon un ingenioso sistema de riego que se fue prolongando en el tiempo y, con escasas variantes, ha llegado hasta nuestros días.
Partiendo de una represa de posible origen romano, los árabes crearon el denominado Azud de la Contraparada como ampliación de aquélla. Las obras se realizaron entre los siglos IX y X, permitiendo subir el nivel del agua del río Segura en ese punto y canalizarla hacia el terreno circundante a través de dos acequias principales: la Aljufía, que alimentaba la zona norte de la huerta, y la Alquibla, que hacía lo propio con la zona sur. A partir de ellas se fueron creando acequias menores, que se ramificaban a la manera de capilares. Para elevar el agua desde la acequia principal a las menores se diseñaron norias, entre las que hay que mencionar la magnífica Noria de La Ñora, una de cuyas versiones posteriores sigue aún en funcionamiento. Se construyeron también azarbes, que son canales utilizados para transportar el agua sobrante del regadío. Y en algunos puntos se fabricaron albercas, con fines de almacenamiento del líquido elemento. Algunas de ellas, como la alberca del Castillejo o la alberca del Huerto Hondo, han llegado hasta nuestros días, aunque desprovistas de su funcionalidad inicial.
Todo este entramado de acequias, azarbes y albercas permitió irrigar lo que hasta entonces había sido un suelo poco o nada productivo y convertirlo en un vergel. Los cultivos desarrollados eran principalmente de cítricos y diversos tipos de hortalizas, aunque con el tiempo se fueron introduciendo otros. Ése fue el caso de las moreras, que sirvieron como soporte a la industria de la seda, lucrativa actividad que supuso un importante impulso económico para la ciudad de Murcia en el siglo XVII. En algunos puntos se plantaron también pinos piñoneros, como los centenarios de Churra que superan los veinte metros de altura, y palmeras datileras, como las aproximadamente setecientas sesenta que se congregan en el palmeral de Santiago y Zaraíche, auténtico oasis alimentado por este sistema de regadío tradicional.
El singular ecosistema de la huerta murciana se mantuvo indemne durante varios siglos, con algunas mejoras como la construcción de molinos que aprovechaban el caudal del agua de las acequias o la creación del Consejo de Hombres Buenos, tribunal que aún sigue dirimiendo conflictos relacionados con el riego entre los vecinos. Pero la presión urbanística derivada del incremento poblacional ocurrido a partir de la década de los sesenta del siglo XX así como el cambio de actividad económica de sus gentes le ha supuesto un duro golpe. La superficie dedicada al cultivo es cada vez menor y los síntomas de abandono se hacen evidentes en edificaciones como Torre Alcayna, antigua vivienda datada en el siglo XVIII, o el histórico Molino Alfatego, que en el pasado utilizaba el agua de la acequia homónima para la molienda.
La tristeza de la huerta murciana va en aumento de manera directamente proporcional a la llegada de los nuevos tiempos. Algunas organizaciones conservacionistas luchan para retrasar lo que se antoja inevitable. Como el entubado de las acequias, práctica que conlleva la destrucción del entorno natural y amenaza a tan valioso ecosistema. La huerta murciana agoniza y, tristemente, poco se puede hacer por evitar su final. Mientras llega tan poco esperado desenlace, queda disfrutar de celebraciones como el concurrido Bando de la Huerta, donde la exaltación de las tradiciones huertanas alcanza su punto álgido. Porque más que una forma de ganarse la vida, la huerta es una forma de vida en sí y sus cada vez más escasos practicantes merecen disfrutar de la alegría vivida durante ese momento.