Grutas de Yungang (por Jorge Sánchez)
Una noche embarqué en un tren en Beijing con destino a Datong, donde llegaría por la mañana. Era el año 1982 y no existían guías turísticas (que de todos modos yo jamás he comprado y mucho menos leído), por ello los pocos viajeros individuales por China viajábamos de oídas, siguiendo los relatos que nos contaban otros viajeros en los albergues donde dormíamos. El día anterior, en uno de los albergues pekineses de la calle Nanluoguxiang, donde me alojé, un estadounidense me había aconsejado visitar las grutas de Yungang, cerca de Datong. Y le hice caso.
En Yungang había una cincuentena de cuevas, pero la mayoría estaban cerradas. Conté las que pude visitar: 16. Y en una de ellas, cuyo nombre o número no apunté y olvidé, me impresionó de tal manera que tras visitar otras cuevas vecinas siempre volvía a la misma de tanto que me había mesmerizado la mirada de Buda. No era una estatua de un Buda barrigón sonriendo, sino que era de aspecto moderado, con una mirada serena que exhalaba paz y armonía; me pareció que esa era la mirada de un hombre completo, o «realizado», como estaba de moda decir entonces. Tanto me subyugó esa mirada que determiné en ese mismo día conocer las restantes grutas budistas chinas de las que ya tenía nota por otros viajeros, como fueron las de Mogao (en Gansu), Bezeklik (en Sinkiang), Dazu (en Chongqing) y Longmen (en Henan). Al día siguiente me dirigí en tren en dirección a Dunhuang, en Gansu, para visitar las cuevas de Mogao.