Gran Zimbabwe (por Jorge Sánchez)
Tras visitar las Cataratas Victoria, descubiertas para el mundo occidental por el misionero portugués padre Silveira a principios del siglo XVII, me dirigí a Masvingo y de allí proseguí el viaje en autostop y a pie a las cercanas ruinas del Gran Zimbabwe. Era ya tarde y no las pude ver ese día; además, estaba lloviznando. Conversé con el portero de noche y le pedí que me dejara dormir en su caseta, a lo que él accedió mediando una propina, y se fue a pasar la noche debajo de un puente. Tenía mucho interés en visitar ese lugar por parecerme que, tras los vestigios arqueológicos de Egipto, los del Gran Zimbabwe eran los más impresionantes de África. Fueron construidos por los nativos Shona hacia el siglo XIII.
El Gran Zimbabwe lo forman cuatro zonas que debieron ser residencias de nobles, todas en el interior de lo que se llama en inglés Great Enclosure (gran cerca), o muralla elíptica de 240 metros de circunferencia por unos 10 metros de altura y unos 5 metros de ancho. Había leído que viajeros y comerciantes portugueses fueron los primeros europeos en admirar estas fantásticas ruinas africanas, aunque a finales del siglo XIX un entrañable gran viajero alemán, llamado Karl Mauch, creyó ser el primer descubridor de ellas y afirmó que era en ese preciso lugar donde el rey Salomón halló el oro para construir su templo en Jerusalén.
Al poco tiempo se marchó a Mozambique y explicó su hallazgo a las autoridades portuguesas, quienes a punto estuvieron de ponerle una camisa de fuerza y encerrarle en un manicomio. Lo mismo le sucedió al contar su descubrimiento en Alemania, donde no le creyeron y le tomaron por loco.
Tan pronto amaneció y antes de que regresara el portero yo ya estaba recorriendo todo el complejo, ascendiendo y descendiendo colinas, corriendo y saltando de alegría, admirando rocas de formas caprichosas, disfrutando del exotismo de un lugar que embelesó a Karl Mauch, uno de mis héroes viajeros, aunque tuvo un trágico final. A unos 100 metros del gran recinto, cerca de la torre cónica, advertí lo que llamaban la Acrópolis, que se supone fue el palacio de algún importante rey Shona. Hacia el mediodía, una vez que me pareció que ya había visitado lo más remarcable de ese complejo, me despedí del portero, regresé a Masvingo y, por la noche, abordé un tren para penetrar en Botswana.