Goiás (por Jorge Sánchez)
Goiás resultó ser una pequeña ciudad acogedora y preciosa; en ella, por momentos, me sentía en Portugal. Mi primera visita fue a la oficina de turismo para recoger los mapas y escuchar las sugerencias de las empleadas para no perderme los sitos más remarcables. Crucé un puente sobre un riachuelo y no me perdí la iglesia de los esclavos (Nossa Senhora do Rosário dos Pretos) construidas por los africanos, que albergaba bellas pinturas representando la pasión de Cristo. Los portugueses practicaban el apartheid en Brasil, como los holandeses e ingleses hicieron en Sudáfrica; en tiempos coloniales había varias iglesias para los portugueses y sólo una para los negros. Luego ascendí por una colina al menos 20 minutos para alcanzar otra iglesia interesante dedicada a Santa Bárbara, que me habían aconsejado en la oficina de turismo. Lo que no me dijeron es que estaba cerrada. Pero al menos disfruté de la vista panorámica de Goiás.
Aún me dio tiempo a visitar más iglesias, como la de la Boa Morte y la de Francisco de Paula, el mercado municipal, más las tiendas donde vendían encajes de bolillos. Finalmente me instalé por un buen rato en un bar muy acogedor, que fue lo que más me encantó de esa hermosa ciudad. En una glorieta, llamada Coreto en portugués, que era una especie de kiosco muy coqueto de principios del siglo XX, de estilo art nouveau, con una cafetería en la planta baja, me senté a conversar con los clientes mientras me tomaba una cerveza acompañada con una coxinha de frango, o una típica tapa brasileña a base de pollo. Esas coxinhas más los pão de queijo (queso con harina de yuca) eran los aperitivos que solía comer a diario durante mis viajes en autobús por Brasil.
Tras esta visita me dirigí en autobús a un estado llamado Minas Gerais para visitar otros patrimonios mundiales como Diamantina, Ouro Preto y Congonhas.