Una fría mañana del mes de febrero, en Saint Moritz, Suiza, compré un billete de tren a Tirano, en Italia. Pagué por él la equivalencia a 30 euros. El trayecto duraría dos horas y media. Había más extranjeros en el tren, pero ellos habían pagado un extra para instalarse en un vagón con techo de cristal para poder hacer fotografías a las montañas. Yo viajé en el vagón de batalla. De hecho, apenas iban pasajeros en ese tren, y casi todos los que viajábamos en él éramos turistas.
Hubo muchas paradas pero la mayoría eran tan cortas, de apenas 10 segundos, que no podía descender por miedo a que se me escapara el tren, aunque a veces lo hacía y corría rápido de vuelta. El controlador, vestido con un anorak de color rojo, ya se había fijado en mi audacia y cuando me veía intentando bajar, me reñía y me pedía que me quedara dentro del vagón.
¡Qué rabia! El paisaje era hermoso, las cumbres de las montañas estaban nevadas, como el macizo de la Bernina, que supera los 4.000 metros de altura, los pueblecitos que atravesábamos eran encantadores, así como los lagos, pero al no disponer de más tiempo en las paradas para saborear el entorno, me sentía moderadamente frustrado. Había muchos letreros por el camino que te ilustraban de cada lugar, indicando la altitud. Por los altavoces anunciaban las paradas con comentarios turísticos en los idiomas alemán e inglés, mas al cruzar la frontera italiana los cambiaron por italiano e inglés.
Cruzamos un acueducto e invadimos carreteras. Semáforos en rojo obligaban a los coches a parar en las aldeas para dar preferencia de paso al tren. Incluso había carreteras que eran compartidas simultáneamente por coches y las vías del tren. Cuando avisté el Santuario della Madonna supe que ya estaba arribando a Tirano. Varios turistas extranjeros esperaban en esa población para realizar el mismo trayecto en tren, pero a la inversa. Horas más tarde, tras visitar las atracciones turísticas de Tirano y comprar un cirio en el Santuario della Madonna, abordé otro tren, esta vez con destino Milano.