Fakarava (por Jorge Sánchez)
Hay vericuetos de nuestro planeta a los que sólo se puede acceder en barco, como es el caso de la isla de Pitcairn, que deseaba conocer por su historia relacionada con el motín del Bounty, y por ello abordé en el puerto peruano de El Callao un barco hacia allí. Tras haber visitado esa isla administrada por Reino Unido, el barco prosiguió al archipiélago de las Tuamotu. Durante esa travesía, que duró un día entero, no paré de contemplar por la borda varios de los siete atolones coralíferos que forman parte de la Reserva de la Biosfera de Fakarava, que son: Aratika, Kauehi, Niau, Raraka, Taiaro, Toau y Fakarava.
Al llegar al atolón más grande de los siete, Fakarava, el capitán del barco anunció que echaría el ancla durante 12 horas (desde las 6 de la mañana a las 6 de la tarde). Como Fakarava carece de puerto natural, nos transportaron en botes al paseo marítimo del poblado Rotoaova. Durante ese medio día los pasajeros tuvimos tiempo de bucear o nadar. Había que pedir permiso para bañarse en las playas, pues los nativos aseguran que son de ellos. Al solicitarlo, invariablemente era concedido. Había allí muy pocos franceses propiamente dichos; prácticamente todos los isleños mostraban en sus rostros facciones de la raza polinésica y muchos de ellos al verte te colocaban flores olorosas en la oreja; hasta nos organizaron danzas polinesias a cargo de bellas indígenas lozanas y sensuales que a veces te guiñaban un ojo. El atolón de Fakarava se recorre a pie por la parte ancha en varios minutos, mientras que a lo largo, desde el aeropuerto al puerto y más allá, requiere sobre una hora y media, que fue el tiempo que a mí me tomó, admirando por el camino la naturaleza de esa Reserva de la Biosfera de la comuna de Fakarava.
Ese atolón de Fakarava se hallaba en una laguna costera de forma rectangular que tiene una superficie marina de más de 1.100 kilómetros cuadrados. Junto al puerto había varios kioscos que ofrecían artesanía de coral, nácar, y perlas negras a precios más ventajosos que en Tahití, Moorea, Bora Bora o cualquier otra isla del archipiélago de la Sociedad, y por eso la mayoría de los turistas del barco las compraban, tanto en forma individual como ensartadas formando collares y pulseras. Yo también compré varias perlas negras para llevárselas de regalo a mis familiares en mi pueblo Hospitalet de Llobregat, en España. Verdaderamente el lugar era idílico, por ello sus gentes no quieren mudarse a vivir a la isla de Tahití por nada del mundo, a pesar de que son conscientes de que en unas décadas deberán abandonar su atolón, cuando las aguas se lo traguen debido al aumento del nivel del mar. Cuando el capitán hizo sonar las campanas en señal de que levaba el ancla, todos los turistas regresamos apenados a nuestro barco por abandonar Fakarava para dirigirnos a Bora Bora.