Entre los márgenes de una foto
Sus escasas doscientas hectáreas de extensión convierten a Mónaco en el estado miembro de Naciones Unidas más pequeño que existe. Lo habitan unos cuarenta mil habitantes, que lo llevan a ser el país con mayor densidad de población del mundo. Y, desde luego, la imagen que aparece en nuestra mente cuando percibimos su nombre suele estar asociada al dinero, el lujo y el glamour. No son precisamente estas características mis preferidas cuando planifico un viaje, pero siempre había sentido curiosidad por conocer este anacrónico principado mediterráneo. Y algo de interés ha debido suscitarme, porque desde mi primera visita en 1998 he vuelto a pisar su diminuto territorio dos o tres veces más.
No es Mónaco un destino de demasiado interés para el viajero medio, ése que no dispone de dinero suficiente para jugárselo en su famoso casino o de yate para amarrar en su vistoso puerto. Tiene una catedral, construida en el siglo XIX, que nunca me ha parecido demasiado atractiva. El edificio del Casino tiene cierto aire parisino y es posible visitarlo, aunque lo tuyo no sea el juego, pero siempre me ha impuesto demasiado respeto hacerlo. El renombrado palacio del Príncipe da impresión de solemnidad y está situado en la zona más interesante del estado, una colina desde la que se disfrutan buenas vistas de La Condamine y el resto del territorio monegasco. En la zona colindante hay alguna que otra pintoresca callejuela, aunque suelen estar tomadas por los turistas que se acercan hacia la plaza colindante al palacio con la sana intención de comprobar in situ si algún miembro de la archiconocida familia real monegasca aparece por allí. Vanos intentos, por supuesto.
Probablemente la edificación monegasca que me pareció de más valor arquitectónicamente hablando sea la que contiene el Museo Oceanográfico, emplazada en lo alto de un acantilado y cuya piedra cambia de color con la lluvia. Aunque, sin duda, mi lugar favorito en su delimitación, tan breve que si te descuidas un poco la has abandonado sin percatarte de ello, es un atractivo jardín japonés del que pocos visitantes parecen darse cuenta. No hay que confundirlo con el denominado jardín exótico, también de interés, aunque carente del encanto que demuestra el anterior, creado a finales del siglo XX para satisfacer los deseos de la princesa Grace.
No hace falta ser un aficionado a las competiciones automovilísticas para que de alguna manera te suenen esas calles por las que discurre el Gran Premio más famoso de la Fórmula 1. Me di cuenta de ello cuando, montado en un autobús, atravesé el túnel que tantas veces había visto cuando de niño seguía las retransmisiones televisivas de este evento. Y, a pesar de no ser tan aficionado a la velocidad en mis años adultos, hasta me permití el lujo de tomar algo en el café Gran Prix, situado en la mismísima curva de la Rascasse, donde los veloces monoplazas pasan tan cerca durante la carrera que prácticamente los puedes tocar. Tuve suerte, aquel domingo no se celebraba el Gran Premio, porque no creo que hubiera podido pagar los más de mil euros que cuesta comer allí ese día.
Quince años después de mi primera visita al territorio Grimaldi vislumbré una imagen conocida en mi retina. Paralelos a la sinuosa costa que se introduce en terreno francés procedente del vecino italiano, una silueta conocida me advertía de la proximidad del pequeño estado intermedio. Paramos en un recodo desde donde teníamos el privilegio de ser testigos de un espectáculo inigualable, probablemente único sin contar con medios aéreos. Desde allí se divisaba por completo el minúsculo territorio que, un buen día de enero de hace ya siete siglos, Francesco Grimaldi decidió anexionarse y convertirlo en su propiedad. Jamás pensó, seguro, que aquel terreno algún día llegaría a convertirse en todo un estado libre aunque cupiera entre los márgenes de una foto.