Aterrizamos en el aeropuerto de Chişinău, la capital de Moldavia, un cálido día de finales de verano. Teníamos una reserva en el Hotel Gloria, que parecía tener una aceptable relación calidad-precio y no estar demasiado alejado del centro de la ciudad. La habitación que nos fue asignada no tenía mal aspecto a simple vista pero, al intentar usar el cuarto de baño, nos sorprendimos de la falta de agua corriente. Mal comienzo. En la recepción nos aclararon que habían cortado el agua en todo el barrio, pero que se trataba de un problema puntual. La mañana siguiente, como muy tarde, todo estaría solucionado.
Mi pareja puso cara de incredulidad y me dirigió una mirada que yo conocía muy bien. Se avecinaba tormenta. Su origen rumano la había hecho sospechar de aquel viaje desde el principio y no le atraía la idea de pasar unos días en la Moldavia independiente. Ya había estado allí de paso y sus experiencias no fueron del todo buenas. ‘No hay nada de interés en Moldavia’, me dijo. Pero yo estaba empeñado en visitar el país. Quería ver con mis propios ojos como había evolucionado una de las antiguas repúblicas soviéticas más cerradas. Y, además, era el único estado europeo donde aún no había estado, lo cual le hacía tener un atractivo irresistible para mí.
El origen de todo parecía estar en la propia idiosincrasia de la actual Moldavia. Territorio poblado originalmente por los dacios, pasó a manos de príncipes de Valaquia más adelante. Posteriormente fue invadido por los otomanos, que le confirieron una identidad propia bajo el nombre de Besarabia, aunque siguieron cobrándole tributos. Ya en el siglo XIX, el Imperio ruso se hizo con su control, convirtiéndose en república independiente durante la Revolución rusa. Puesto que la mayor parte de sus habitantes eran rumanos, optaron por unirse a Rumanía en la segunda década del siglo XX. Hasta que cayeron bajo el yugo soviético, que se encargó de acabar con todo su acervo rumano excepto el lenguaje.
¿Alguien dudaba de que mi pareja tenía razón? Los puntos de interés en la Moldavia independiente son mínimos, al menos en comparación con su homónima rumana. Chişinău todavía conservaba entonces un cierto aire decadente, como si hubiéramos retrocedido cuarenta años y estuviéramos aún en plena Guerra Fría. Hay un par de iglesias ortodoxas de relativo atractivo, entre las que sobresale la catedral. Visitamos también Orheiul Vechi, una zona arqueológica de bastante potencial, aunque no demasiado bien conservada, donde existe algún que otro templo excavado en la roca. Además del monasterio de Curchi, sin parangón con los que pueden verse en la vecina región rumana de Bucovina.
Como era de esperar, la mañana siguiente nada estaba solucionado. De hecho, estuvimos sin agua corriente un par de días, duchándonos con baldes de agua que nos llevaban a la habitación. Sería prolijo enumerar todo lo acontecido en aquel Hotel Gloria de tan equivocado nombre. Para intentar quitarnos el mal sabor de boca, el último día de nuestra estancia en Chişinău salimos a celebrarlo con una comida en La Taifas, restaurante especializado en comida tradicional rumana. Durante esa velada, mientras degustaba un excelente vino realizado con la variedad de uva Traminer Alb, pude por fin sentirme en la gloria.
