«We’d go down to the river
And into the river we’d dive» (Bruce Springsteen)
Cualquiera que me conozca un poco sabrá de mi inquebrantable afición a esas corrientes de agua que denominamos ríos. Sean largos o cortos, caudalosos o mostrando un acusado estiaje, me he cruzado con ellos en innumerables ocasiones y siempre me he detenido, aunque solo fuera por un momento, a admirar su inagotable fluir. Bien es cierto que un río seco es como una persona sin alma, pero aun así el simple hecho de trazar un cauce a lo largo de millones de años les otorga una enorme valía a mi entender. Incansables diseñadores del paisaje, eternos portadores de vida, los ríos resultan inherentes al ansia de supervivencia del ser humano, como lo prueba la evidencia de que un alto porcentaje de las ciudades del mundo están ubicadas a orillas de alguno de ellos.
Etimológicamente hablando, la inmensa mayoría de los topónimos que identifican al Danubio en diferentes idiomas provienen del sánscrito dānu, que significa río. Así, en latín se le llama Danubius; en francés e inglés Danube; en alemán Donau; en eslovaco, ruso y ucraniano Dunaj; en búlgaro, croata y serbio Dunav; en rumano Dunărea; y en turco Tuna. Una de las escasas excepciones es el griego antiguo, donde, al igual que la población situada en su desembocadura que los romanos rebautizaron como Histria, se le denominaba Istros. En la mitología helena, Istros era uno de los veinticinco hijos de Océano y Tetis y Hesíodo lo describe como de bellas corrientes. Su carácter fronterizo ya era conocido en la época, sirviendo entonces como frontera entre el mundo escita y el mundo griego.
Para hacerse una idea de la grandeza de este río, basta con aportar una serie de datos que la confirman. Con sus aproximadamente dos mil ochocientos cincuenta kilómetros de recorrido, el Danubio es el segundo río más largo de Europa tras el Volga. Discurre, o hace frontera, por diez países, siendo el primero del mundo en este aspecto. Desde su cabecera a su desembocadura cruza cuatro capitales nacionales: Viena, Bratislava, Budapest y Belgrado en ese orden, además de decenas de ciudades importantes, entre las que hay que mencionar Ratisbona, Linz, Győr, Vukovar, Novi Sad, Vidin, Giurgiu o Silistra. La superficie de su cuenca es de unos ochocientos diecisiete mil kilómetros, que corresponden a diecinueve estados, destacando en ese aspecto Rumanía donde supone el treinta por ciento del país. En este territorio viven unos setenta y cinco millones de personas, lo que equivale a un diez por ciento de la población europea. Sus afluentes son más de trescientos, entre los que destacan el Tisza y el Sava, que superan los mil kilómetros de longitud, y el Prut, al que le faltan menos de cincuenta para alcanzarlos.
No se queda atrás el Danubio en cuanto al patrimonio almacenado en sus orillas. Lugares como el centro histórico de Ratisbona, el paisaje cultural de la Wachau, el centro histórico de Viena, el tramo occidental del limes del Danubio, las orillas del Danubio en Budapest y el delta del Danubio han sido declarados Patrimonio Mundial por la UNESCO. Sobresalen también edificaciones como la catedral de Ulm, que tiene la aguja gótica más alta del mundo con una altura superior a los ciento sesenta metros; la catedral de Linz; y la abadía de Melk, así como las históricas localidades de Passau y Esztergom. En cuanto al patrimonio natural, hay que mencionar los espacios naturales conocidos como Srebrna y el propio delta del Danubio, ambos declarados Reserva de la Biosfera por la UNESCO.
Las veces en las que el Danubio y yo nos hemos encontrado han sido numerosas. La primera de ellas fue en Budapest, donde lo cruza el emblemático Puente de las Cadenas. También lo he visto en la encantadora localidad húngara de Esztergom, donde el río cambia bruscamente su rumbo para formar la denominada curva del Danubio. Pude admirar por dos veces su grandiosidad en Viena, aunque su tonalidad ya no sea de un azul tan acusado como el que inspiró a Johann Strauss. Me encantó verlo fluir en Bratislava, donde lo domina una atractiva fortaleza. Fascinante me resultó en Ratisbona, donde lo salvé gracias al maravilloso Puente de Piedra. Poderoso me pareció en la localidad búlgara de Silistra, donde presenta una anchura considerable. Tranquilo junto a Srebrna, valioso, aunque poco conocido, espacio natural en el mismo país. Grandioso en las cercanías de Cernavodă, donde lo cruza el valioso Puente Anghel Saligny. Enternecedor siempre en el delta del Danubio, extraordinario, aunque poco valorado, espacio natural. Pero donde el Danubio y yo entramos realmente en sintonía fue en la localidad rumana de Călărași, cuando tuve la oportunidad de zambullirme en sus aguas y sentirlas acariciando juguetonas mi piel desnuda.