El ombligo del mundo
Parnaso es el nombre de una montaña situada al sur de la Grecia continental y cuya cima alcanza algo más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. A pesar de su impresionante aspecto y de la belleza de la vegetación que cubre sus laderas, probablemente solo sería una elevación más si no fuera por su gran importancia en la imaginativa mitología griega. De acuerdo con ella, en sus laderas vivió Orfeo, que aquí encontraba la inspiración de las Musas, por lo que el Parnaso empezó a ser considerado alegóricamente como el lugar de residencia de los poetas. Asimismo, servía de morada a Apolo, hijo de Zeus y uno de los dioses griegos más importantes, quien, cautivado por el arte de Orfeo, le regaló una lira de oro para que sus armónicas composiciones fuesen acompañadas por melodías aún más bellas.
En aquellos parajes residía también la serpiente Pitón, famosa por su inmensa sabiduría. Celoso de ella, Apolo le dio muerte y su cuerpo cayó en una fisura del terreno, desde donde empezaron a emanar misteriosos vapores que permitían dar acertadas respuestas sobre cualquier tipo de cuestiones a quienes los inhalaban. A tan extraño lugar se le llamó Delfos en honor a Delfine, especie de dragón equivalente a Pitón según una variante de la leyenda. Y justo encima del lugar donde murió la serpiente se colocó el ónfalos, suerte de piedra labrada que representaba el ombligo del mundo, es decir el lugar que los antiguos griegos consideraban el centro de su universo particular. Con el fin de reafirmar el carácter sagrado del sitio y proteger al oráculo, se erigió sobre él un templo dedicado a Apolo que lo resguardaba.
Gente procedente de las polis vecinas se dirigía a Delfos para obtener respuestas a cuestiones relacionadas con su vida cotidiana. En el templo de Apolo los esperaban las Pitias, mujeres de edad madura e intachable conducta que eran así llamadas en honor a Pitón. Al colocarse junto al ónfalos, las Pitias entraban en trance y eran poseídas por el espíritu de Apolo, que les hacía emitir una serie de sonidos ininteligibles al recibir una pregunta. Los sacerdotes del templo se encargaban de traducir el mensaje proporcionado por el oráculo, que era consultado antes de proceder a actividades tan vitales en aquellos tiempos como las guerras y cuya fama se extendió incluso más allá de las fronteras del mundo heleno. No es de extrañar que la palabra pitia haya derivado en el vocablo pitonisa, muy usado en la actualidad para denominar a las adivinadoras, aunque su éxito sea muy inferior al de sus predecesoras.
En la ladera del monte Parnaso donde estaba situado el templo de Apolo fueron construyéndose diferentes edificios, algunos de ellos para agradecer victorias debidas a la influencia del oráculo. Por ejemplo, el conocido como Tesoro de Atenas, erigido en conmemoración de la victoria ateniense en la batalla de Salamina. Además de Atenas, otras polis griegas como Siphnos o Argos levantaron allí templos u otros monumentos en conmemoración de éxitos diversos. Tanta riqueza acumulada fue al final la perdición de tan sagrado lugar pues atrajo la codicia de otros pueblos, como los macedonios y más tarde los romanos, que acabaron saqueando y destruyendo Delfos. Pero la grandeza de este sitio queda patente en los restos que aún hoy día pueden verse, como los del santuario conocido como Tolos o el impresionante teatro, todavía en buen estado de conservación y desde cuyas gradas podía verse el templo de Apolo situado algo más abajo.
Arrepentido por haber causado la muerte de Pitón, el mismo Apolo instauró los llamados Juegos Píticos en su honor. Se celebraban cada cuatro años, al igual que los más conocidos Juegos Olímpicos, y llegaron a alcanzar una importancia superior a éstos, pues aparte de competiciones deportivas también se llevaban a cabo concursos de música y poesía. Los vencedores recibían una corona de laurel, consagrada a Apolo. Subiendo por la ladera del Parnaso todavía puede verse el estadio, no olímpico sino pítico en este caso, donde tenía lugar el evento. Con capacidad para unos seis mil quinientos espectadores y cerca de doscientos metros de longitud, debía ser majestuoso en aquella época tan remota. Seguro que con el apoyo de las musas, el beneplácito de Apolo y la sabiduría de la serpiente Pitón siempre presente, los participantes debían sentirse allí en el ombligo del mundo sin necesidad alguna de mirar al suyo propio.