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Reino Unido

Edimburgo (por Jorge Sánchez)

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En el año 2008 viajé en un tren nocturno desde Londres a Edimburgo, la capital de Escocia, que fue un reino soberano, independiente, hasta que en el año 1707 se incorporó a Reino Unido.

Mi objetivo principal era visitar algunas de las islas Hébridas, Orcadas y Shetland. Como el tren hacia un punto intermedio entre esas islas (la ciudad de Inverness) saldría 6 horas más tarde, aproveché ese tiempo para conocer Edimburgo y para ello me paseé varias horas por la famosa avenida conocida como The Royal Mile (la milla real), donde entré en la iglesia de San Gil, cuya construcción se remontaba al siglo XII como catedral católica, hasta que la Iglesia de Escocia se apropió de ella siglos más tarde. Su característica es la cúpula, que tiene forma de corona. Al parecer, la entrada era de pago pero al coincidir un domingo dejaban entrar libremente a todos los visitantes.

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Ascendí un poco más hasta la puerta del castillo (Rock Castle) y ahí sí que me exigieron pagar una suma considerable en libras esterlinas para entrar, pero como calculé que iba a tener muchos gastos en mi visita a los 3 archipiélagos, preferí ver solo el exterior del castillo, cosa que era gratuita.

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También deambulé por el Grassmarket, mercado donde en el pasado se comerciaba con el ganado y se ahorcaba a los reos. Y recorrí la Victoria Street, una de las calles más icónicas de la ciudad debido a sus curvas y casas de colorines.

Recuerdo que comí en un kiosko callejero fish and chips (plato que los ingleses copiaron de los pescaítos de Andalucía), y cuando se hizo la hora viajé en mi tren a Inverness con una sensación muy grata de la ciudad de Edimburgo.

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Dos semanas más tarde regresé a Edimburgo contento por haber visitado con éxito tres islas de los tres archipiélagos escoceses. Esta vez debía esperar unas 8 horas antes de abordar un tren de regreso a Londres (con frecuencia viajaba en trenes nocturnos para ahorrar una noche de hotel).

Exploré la otra parte de la ciudad, dividida por un parque. Entré en la iglesia más antigua de Escocia, dedicada a San Cuthbert (San Cutberto de Lindisfarne), erigida en el siglo VII, vi edificios históricos varios, un obelisco dedicado a un humanista defensor de los africanos en el siglo XIX a los que querían esclavizar en América, y finalmente compré provisiones para la cena en el tren (dos bocadillos de mortadela más un litro de zumo de naranja). Justo una hora antes de embarcar en la estación Waverley me fijé en un músico escocés vestido con una falda que interpretaba con una gaita el himno de Escocia, y justo detrás habia una especie de capilla con un monumento en honor a un tal Scott. Yo supuse que se trataba del explorador inglés de la Antártida Robert Falcón Scott, por eso le pregunté al guardián si ese monumento estaba dedicado a tal viajero, pero él me informó que estaba erigido a la memoria del escritor Walter Scott, nacido en Edimburgo en el siglo XVIII, autor de la novela histórica Ivanhoe y de Waverley, por ello esa estación de tren era la única en el mundo nombrada por el título de una novela. Sin embargo, la estatua de al lado sí que estaba dedicada a un viajero, nada menos que a David Livingstone.

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Me emocioné cuando me lo dijo el guardián pues admiro a Livingstone, un misionero, explorador de África y también espía para los británicos, nacido en la ciudad escocesa de Blantyre, cerca de Glasgow. David Livingstone, como misionero, fue una nulidad pues nunca convirtió al cristianismo ni a un solo nativo africano, y todos los hallazgos geográficos que se le atribuyen, como el de las cataratas Victoria, o cruzar África de este a oeste, ya habían sido descubiertos y realizados por exploradores portugueses dos y hasta tres siglos antes que él. Sin embargo, su calidad humana y su lucha contra la esclavitud lo han hecho muy querido por los africanos y por eso se encuentran en Zambia, Zimbabue y Malaui ciudades y lugares nombrados en su honor.

A mí, como exviajero, ese monumento a Livingstone fue lo que más me impactó durante mis dos cortas estancias en Edimburgo.

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