Echando las redes
Aunque vivir en la periferia suele llevar aparejados indudables beneficios, especialmente en lo referido al mayor grado de tranquilidad que aporta, en algunos aspectos puede acarrear un cierto déficit. Es el caso de sociedades muy centralizadas, donde frecuentemente se ponen de manifiesto considerables deficiencias en el desarrollo económico de zonas alejadas del centro neurálgico que concentra la mayor parte de la actividad. Y si la comunidad de la que se trata se inscribe en una pequeña isla, cuyo principal motor económico está vinculado al tráfico monetario generado por los cruceros que de vez en cuando a ella arriban, no sería equivocado afirmar que quienes viven alejados de ese punto candente no disponen de las mismas oportunidades que los que sí lo hacen. A pesar de que la distancia física que los separa sea escasa.
Duquesne es una localidad del noroeste de Granada que puede considerarse remota a pesar de estar situada a unas pocas decenas de kilómetros de Saint George, la capital del estado. Sus escasos habitantes viven en casas dispersas por las cercanías de una paradisíaca bahía, a la que se asoman centenares de cocoteros cuyos tallos se elevan sobre uno de las pocos arenales no volcánicos que existen en el país. Hasta allí no llegan los pasajeros de los cruceros, que en su mayor parte dedican su tiempo libre en la isla a comprar en las tiendas estratégicamente ubicadas junto al puerto, comer y beber en algún restaurante o visitar lugares más cercanos, por lo que la tranquilidad en Duquesne está garantizada. Paradójicamente, es muy difícil toparse con turistas en la que probablemente es la playa con mayor encanto de esta islita caribeña.
Ante la falta de expectativas, a los nativos de Duquesne no les quedan muchas alternativas para seguir viviendo en su aldea. La mayoría de ellos se mudan a alguna zona más cercana a Saint George, donde poder entrar en contacto con los visitantes de la isla y ofrecerles sus productos de artesanía o sus servicios como taxistas. Otros abandonan su patria emigrando a lejanos paraísos de promisión, donde la realidad suele mostrar un aspecto muy distinto a lo que ofrecía desde la distancia. Los menos permanecen fieles a su tierra, donde miran la vida pasar esperando que algún viajero perdido se acerque hasta allí para tratar de ejercer como guías improvisados. Y de tanto en tanto echan las redes al Caribe con el fin de recoger los frutos que el fondo marino les proporciona.
Sin saber muy bien cómo, llegamos a Duquesne un día de Diciembre de 2010. Conocíamos la existencia de diversos petroglifos amerindios en las rocas que bordean la playa, y nada más pisar la arena un cuarentón con rastas espectaculares se ofreció para mostrárnoslos. A pesar de su aspecto un tanto amenazante, me sorprendió la suavidad de sus modales y su tono de voz, bastante alejados de las maneras algo agresivas que presentan buena parte de estos granadinos caribeños. La marea estaba más bien alta y cubría algunas de las piedras donde los arawak, originarios habitantes de la isla, dejaron impresa su marca para siempre. Aun así, pudimos disfrutar de diversos grabados geométricos representando formas extrañas, que nuestro arqueólogo aficionado nos intentaba descifrar.
Nadie perturbaba la calma que envolvía el ambiente, salvo un grupo de pescadores que se afanaban en devolver sus redes a la playa. Los movimientos del grupo eran dirigidos desde el agua por uno de ellos, que manejaba el tempo a la perfección, como si de un director de orquesta se tratara. Estuve observando su esfuerzo durante un rato, viendo como destellos plateados saltaban sobre las olas en un vano intento de escapar. Cuando por fin depositaron los aparejos sobre la arena quedó confirmado el éxito de la captura. Numerosos ejemplares de caballa, pequeños atunes y otras especies que no llegué a distinguir hacían un postrero e inútil intento de volver a su medio natural. Las inquebrantables leyes de la naturaleza los condenaban a morir para que Duquesne siguiera sobreviviendo al menos un día más.
La ultima vez que vi algo parecido fue en Brasil, en los pueblecitos de pescadores de la costa alrededor de Salvador de Bahia y en el delta del Mekong en Vietnam. Son imágenes de otra época. Saludos
Recuerdo ese día en Duquesne con agrado, y ahí sí que estábamos solos. El turismo en Granada es casi exclusivamente de cruceros, los días que no llega ninguno tienes prácticamente toda la isla para ti. Es del estilo de Santa Lucía, con inolvidables paisajes en el interior, aunque quizás no tan espectacular. Y la capital, Saint George, me gustó mucho, una de las ciudades más atractivas de las Pequeñas Antillas, a ver si le dedico un post.