Del Nilo al Manzanares
Si Adikhalamani levantara la cabeza, probablemente volvería a morirse del susto. Él, que fue un rey menor en Nubia, cuya figura no trascendió más allá de un entorno reducido en el que vivió y murió allá por el siglo II a.C. Cuyo cuerpo se halla enterrado en una de las pirámides, concretamente la número nueve, que todavía se yerguen en lo que fue Meroe, capital del mencionado reino nubio y que actualmente se localiza en territorio sudanés. Y cuya única obra conocida fue una pequeña capilla, en cuyos frisos puede vérsele realizando ofrendas a deidades como Amón, Osiris o Isis, entre otras, que luego se convertiría en lo que más de dos mil años después conocemos como Templo de Debod.
La historia del templo de Debod es asombrosa, de ésas que resultan atractivas a cualquiera. Comenzado a construir por Adikhalamani a comienzos del siglo II a.C., fue reformado y ampliado con posterioridad durante diferentes periodos de la dinastía ptolemaica. Con la llegada de los romanos a la zona, algunos de sus emperadores, como Augusto o Tiberio, encargaron la finalización del complejo, que en esa época era considerablemente más grande que en sus inicios, cuando fue una simple capilla dedicada a la advocación de Amón. Durante el periodo romano, el culto a Isis ganó preponderancia y así se mantuvo hasta que en el siglo VI de nuestra era el templo fue abandonado y comenzó su deterioro.
Según los expertos, la capilla más antigua y destacada del templo es la denominada de Adikhalamani o de los relieves. Es conocida de esta guisa por los grabados, representando escenas de la vida cotidiana del monarca, que contiene. En ellos se le ve realizando ofrendas a Amón, a quien estaba dedicada la capilla, y a diversas otras deidades. Aunque posterior, otra sala importante es la denominada mammisi, donde se celebraba el misterio del nacimiento divino, aludiendo al lugar donde la diosa venerada en el templo, ya por entonces Isis, daba a luz. Fue construida ya en tiempos romanos y su vestíbulo contiene relieves que datan de la época de Augusto y Tiberio.
El paso del tiempo llevó a que el progresivo deterioro del templo de Debod, así denominado por estar situado en el lugar homónimo, fuera en aumento. A pesar de todo, no se mantenía en mal estado a comienzos del siglo XIX, cuando fue descrito en el diario de un viajero ruso. Varias décadas más tarde, parte de la fachada principal se había derrumbado y los daños se multiplicaron tras un terremoto ocurrido en la zona en 1868. A comienzos del siglo XX se construyó una presa en Asuán, con lo que el templo pasó a estar unos nueve meses del año bajo el agua. La corrosión producida por ésta afectó a los relieves y acabó con la policromía que conservaba hasta entonces.
Lo peor, sin embargo, estaba por llegar. La presa de Asuán se había quedado pequeña, por lo que se decidió reemplazarla por una más grande en la década de los sesenta del siglo XX. Esto suponía la puntilla para el templo de Debod, que hubiera quedado permanentemente inundado. Para evitarlo, se decidió rescatarlo y fue desmontado piedra a piedra, quedando almacenadas éstas en la denominada Isla Elefantina. Allí estuvieron varios años, hasta que se decidió donarlas a España debido a la ayuda prestada por el gobierno español para la preservación de los sitios arqueológicos afectados por la construcción del embalse. La reconstrucción del monumento fue ardua, pues hubo que ensamblar unos dos mil trescientos bloques de piedra sin ayuda de planos. Pero el 18 de julio de 1972, en unos días se cumplirán cincuenta años, el templo de Debod fue inaugurado en su nuevo emplazamiento madrileño. Definitivamente, a Adikhalamani todo esto le habría sonado a ciencia ficción.