De tripas corazón
Mientras el autobús circulaba lentamente por las carreteras portuguesas, tuve tiempo suficiente para imaginar los lugares que tendría oportunidad de contemplar en los días sucesivos. Había salido de la pequeña ciudad de Portalegre, no lejos de la frontera española, y mi destino era la ciudad norteña de Oporto, adonde había de llegar varias horas después, tras cruzar buena parte del territorio lusitano. Y aparte de ir admirando la indudable belleza que esconde este estado atlántico, al que sus vecinos españoles hemos injustamente dado la espalda durante tantos siglos, no pude abstraerme de establecer una comparación, sin ni siquiera haber pisado la ciudad aún, con lo que había visto en Lisboa años atrás. Porque ambas ciudades mantienen cierta rivalidad que, tal y como sucede en otros países europeos, no deja de ser un tanto absurda.
El emplazamiento donde están situadas estas dos grandes poblaciones lusas no deja de ser significativo. Si Lisboa fue fundada junto al estuario que forma el Tajo al llegar al mar, para establecer las bases de Oporto la ubicación elegida fue la desembocadura del Duero, el otro gran río que cruza todo el territorio portugués de este a oeste. Conocido aquí como rio Douro, es decir río de oro, que aunque etimológicamente no sea una denominación del todo correcta, sí lo es desde un punto de vista fundamentalmente práctico. En efecto, la zona donde se asienta la ciudad disfruta de un microclima excepcional, causa fundamental de un terreno extremadamente fértil y muy adecuado para las vides que producen ese famoso y dulce néctar por el que esta villa es mundialmente conocida.
El casco histórico de Oporto es sumamente agradable y presenta un cierto deterioro que le proporciona un mayor encanto aún. Como suele ocurrir en Portugal, la vida transcurre a un ritmo pausado, lejos de las premuras y urgencias tan habituales en el país vecino. El color predominante es el rojo de los viejos tejados, lo que me llevó de nuevo a establecer comparaciones, seguramente injustas pero a las que mi mente suele ser proclive. Como siempre que veo relucir el rojo de la teja bajo un sol primaveral, no pude evitar acordarme de Praga, la bella ciudad centroeuropea. Y bajo mi punto de vista, el centro histórico de la ciudad portuense resiste bien la comparación y llega a semejar bastante el barrio de Malá Strana de la capital checa.
Una ciudad tan asociada a un río como ésta no estaría completa sin la existencia de pasarelas que le aseguren una buena comunicación con el exterior. Y aunque los puentes que actualmente pueden verse en la villa portuense no destacan por su antigüedad, pues fueron todos construidos en los siglos XIX y XX, sí lo hacen por su presencia. Tanto que, en Portugal, Oporto es frecuentemente conocida con el apelativo de cidade das pontes, denominación que no necesita ser traducida al castellano pues habla por sí sola. Seguramente el más impresionante de todos ellos es el llamado Ponte de D. Luís, llamativa construcción metálica que recuerda bastante a una famosa torre parisina, lo cual no es de extrañar pues fue diseñado por un socio de Gustave Eiffel. Posee dos niveles, el superior para el metro y el inferior tanto para el resto de tráfico rodado como para los valientes peatones que se atrevan a cruzar de un lado a otro esta sobrecogedora estructura.
Los habitantes de Oporto llaman Ribeira a la zona situada justo al borde del río, en las cercanías de lo que antiguamente era el muelle de la ciudad. Aquí proliferan agradables cafés y restaurantes con terraza desde los que se puede disfrutar de buenas vistas tanto del Duero como de la vecina Vila Nova de Gaia, localidad situada justo en la orilla opuesta y donde predominan las bodegas. No hay mejor sitio en la ciudad portuense para degustar alguna de sus numerosas especialidades culinarias, como el bacalhau à Gomes de Sá, llamado así en honor al cocinero que inventó esta receta. Aunque el plato más típico de esta apacible villa son las llamadas tripas à moda do Porto, una especie de callos tan tradicionales aquí que los residentes han pasado a ser conocidos como tripeiros en todo Portugal. Mientras saboreaba este delicioso plato de sabor intenso me di cuenta de que parte de mi corazón se había convertido en tripeiro y convivía ya en buena armonía con la parte alfacinha, denominación con la que son conocidos los lisboetas en el país luso.