Cualquiera tiempo pasado fue mejor
«Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando, cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor» (Jorge Manrique)
Habitualmente involucrados en mil batallas, los hombres medievales y renacentistas no solían disponer de tiempo libre para dedicarlo a actividades relacionadas con el intelecto. Vivían deprisa, morían jóvenes y ni siquiera dejaban un bonito cadáver tras una vida de carencias, penurias y enfermedades. Duros como el pedernal, no dejaban traslucir sus emociones y la sensiblería no iba con ellos, siempre enfocados en defender a los suyos y sus posesiones de sus múltiples enemigos. Había excepciones, sin embargo. Guerreros con una sensibilidad exquisita, puesta de manifiesto en diversas obras literarias de una calidad excelsa, que han resistido el paso del tiempo sin perder un ápice de su brillantez.
Ése fue el caso de Jorge Manrique. Nacido a mediados del siglo XV, probablemente en la localidad hoy jiennense de Segura de la Sierra, fue un hijo excelente. Al menos eso se desprende de su principal obra, denominada Coplas a la muerte de su padre, elogio de las múltiples hazañas de las que fue protagonista su progenitor, el noble castellano Rodrigo Manrique de Lara. Escritas en verso utilizando una innovadora métrica denominada sextilla a pie quebrado, las coplas mantienen un tono de elegía y abarcan lo concreto y lo abstracto trascendiendo de lo humano a lo divino. No fue la única obra de Jorge Manrique, autor de al menos medio centenar de composiciones más. Apenas tenía treinta y ocho años cuando fue herido de muerte en un combate cerca del castillo de Garcimuñoz, falleciendo poco después y siendo enterrado en el monasterio de Uclés.
Prácticamente olvidado hoy día, pero de una importancia vital en época medieval, el castillo de Garcimuñoz también estuvo vinculado a la figura del infante Don Juan Manuel. Tanto, que en él escribió buena parte de su obra literaria y su torre sirvió para almacenar sus tesoros. Poseedor de numerosos títulos nobiliarios, Don Juan Manuel había nacido en Escalona a finales del siglo XIII. Su figura se relaciona con numerosos lugares, en varios de los cuales escribió su extensa obra. Entre ellos se encuentran el castillo de la Atalaya de Villena, población de la cual era señor, y el castillo de Alarcón, que le había sido otorgado por el rey Fernando IV de Castilla. Sin embargo, su obra más conocida, El conde Lucanor, fue seguramente escrita en el castillo de Molina Seca, situado en la actual población murciana de Molina de Segura y actualmente desaparecido.
Más olvidado aún, pero de vital importancia en la poesía renacentista, Francisco de Aldana nació posiblemente en Nápoles, donde guerreaba su padre, Antonio de Aldana. Tanto éste como su hermano Bernardo, que llegó a ser capitán y maestre de los Tercios bajo el reinado de Carlos I, eran originarios de Valencia de Alcántara, donde tenían su casa solariega en la calle Bordalo. A la muerte de Francisco, su hermano Cosme dio visibilidad a sus poemas. Y, para hacerse una idea de su importancia, basta decir que Cervantes lo llamó El Divino en su obra La Galatea; Quevedo se refirió a él como doctísimo español, elegantísimo soldado, valiente y famoso soldado en muerte y en vida; y hasta Luis Cernuda estudió su figura en la obra Tres poetas metafísicos. Ahí es nada.
A pesar de que Jorge Manrique ha sido, junto al propio Quevedo, Góngora, Espronceda y Bécquer, uno de mis referentes poéticos desde la infancia, nunca estuve de acuerdo con él en eso de que los tiempos pasados fueron mejores que los actuales. Escribo en pasado, valga la redundancia. Porque, viendo como ha involucionado la sociedad española desde comienzos del siglo XXI, ya no lo tengo tan claro. O puede que sí lo tenga. Si el poderoso Infante Don Juan Manuel, el valeroso Jorge Manrique o mi paisano, el sensible Francisco de Aldana, que detestaba la vida militar a pesar de que ganó honores en campos de batalla como el de San Quintín, fueran conscientes de la España actual se entristecerían por haber tenido razón.