Ciudad Prohibida (por Jorge Sánchez)
Visité la Ciudad Prohibida en el año 1982, cuando el turismo extranjero en China era una rareza. El billete de ingreso era barato. Aunque un letrero indicaba que estaba prohibido entrar con bicicleta, al no saber dónde dejar la que había alquilado y no poseer candado o cadena para atarla a un árbol o farola en la Plaza de Tiananmén, en un descuido del portero entré con ella al recinto. Una vez adentro admiré durante unas 3 horas las explanadas y el interior de varios palacios, tales como el de la Pureza Celestial, el de la Tranquilidad Terrenal, el de la Longevidad Tranquila, etc., y también me detuve ante el salón del Cultivo Mental y el muro de los Nueve Dragones, entrando en varios docenas de los aproximadamente 10.000 aposentos que ese lugar alberga. Luego me paseé entre patios y jardines deleitándome de todo cuanto veía.
Algunos letreros explicaban la historia de la Ciudad Prohibida y por ellos supe que se comenzó a construir a principios del siglo XV y realizó la función de palacio imperial hasta bien entrado el siglo XX. Dentro de uno de sus museos me maravillé al contemplar las pinturas, cerámicas y joyas de jade, oro y diamantes, aunque me informaron que los tesoros más valiosos pertenecientes a la Ciudad Prohibida se exhiben en Taipéi (Taiwán) desde la Guerra Civil China, cuando se separó Taiwán. Todo lo que vi ese día era extraordinario, colosal, algo que jamás había visto antes en otros países que hasta entonces había visitado; me sentía pequeño ante tanta opulencia y magnificencia.
Sin embargo, un incidente al acabar la visita me turbó: al salir, un portero al verme con la bicicleta quiso confiscármela, al estar prohibido entrar con ella. Yo discutí y forcejeé con él, algo de lo que hoy me avergüenzo. Al final se la arranqué de las manos y me escapé raudo con ella. Aunque me salí con la mía, sentí remordimientos de conciencia por mi acción, pues ese hombre cumplía con su obligación y por su edad podría ser mi abuelo, mientras que yo me había comportado como un gamberro.
Cuando 37 años más tarde volví a Beijing me acordé de ese hombre, pues aún me sentía culpable, y volví a entrar en la Ciudad Prohibida con la esperanza de saber sobre él y pedirle perdón. Todos los porteros eran jóvenes, y me dijeron que los antiguos que vivieron en los años 80 del siglo XX estaban ya todos muertos. Me santigüé y regresé a mi hotel afligido.