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Reino Unido

Canterbury (por Jorge Sánchez)

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He de reconocer que más que visitar otro sitio UNESCO, mi intención al viajar a Canterbury fue iniciar el peregrinaje de la Vía Francígena. Ello no quitó el que visitara todos los lugares inscritos como Patrimonio de la Humanidad, tanto la catedral, como la abadía de San Agustín y la iglesia de San Martín, además de otros lugares no contemplados por UNESCO que alberga la fascinante ciudad de Canterbury. El primer día de la Vía Francígena no me fue fácil. Son sólo 31 kilómetros, pero hay que hacerlos de un tirón, hasta Dover, ya que no hay donde pernoctar durante el camino. Iba siguiendo la ruta de Sigerico el Serio, el arzobispo de Canterbury que a finales del siglo X emprendió a pie el peregrinaje a Roma, lo que le tomó 80 días con etapas de 20 kilómetros, o un total de unos 1.800 kilómetros.

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Era enero del 2016, invierno. Como no existen albergues de peregrinos en Canterbury había dormido sobre un cartón bajo un cajero automático callejero, y no me mojé sino que dormí plácidamente, pues el sonido de la lluvia me sirvió de nana. A las 9 de la mañana abrieron la catedral de Canterbury a través de un portal majestuoso. Asistí a la misa anglicana y recibí la bendición del peregrino. Tras ello me dirigí a la catedral católica, a pocos pasos de la anglicana, y también solicité la bendición del párroco católico, por si acaso, pues más vale que sobren bendiciones que no que falten. En ambas catedrales sellaron mi Credencial del Peregrino. A la salida de Canterbury me detuve en una cafetería para tomarme un buen desayuno inglés, ya que pensé que hasta la noche no volvería a comer (de hecho me equivoqué pues por los huertos del camino recogería rábanos, riquísimos, que me comería mientras caminaba).

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A la salida de Canterbury visité por unos minutos la iglesia de San Martín, la más antigua de Inglaterra, incluida, junto a la catedral, en el Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, y tras ello seguí el camino hasta un poblado llamado Patrixbourne, antes de internarme por el follaje por más de 20 kilómetros. Había tanto barro campo a través que cada poco rato debía hacer un alto para limpiar mis mocasines. Ello aminoró mi marcha. Me perdí dos veces. La Vía Francígena no está tan bien organizada ni señalizada como el Camino de Santiago. Una vez oí disparos de escopetas, eran cazadores matando pájaros; había entrado en un coto de caza sin darme cuenta. Y otra entré en la autopista y la Policía me detuvo y me depositó de nuevo en el camino.

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Así y todo logré alcanzar Dover poco antes del anochecer, cansado por tantas paradas para limpiarme el barro. Una vez en esa ciudad costera caminé hasta el puerto y pocas horas más tarde crucé al Canal de la Mancha. En Calais, ya en Francia, el peregrinaje se haría más benigno, pero no lo concluiría hasta Roma sino que varias etapas más adelante lo interrumpiría y regresaría a Hospitalet de Llobregat, en mi querida España, para proseguir la Vía Francígena más adelante.

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