Cáceres (por Jorge Sánchez)
Era noviembre del año 2012 y me hallaba realizando a pie la Ruta de la Plata desde Mérida a Astorga. Salí a las 6 de la mañana del albergue de Alcuéscar y me lancé al camino. Hacia el mediodía, poco antes de llegar a Cáceres, encontré uno de los muchos miliarios del camino y me hice una foto junto a él. Leí un letrero al lado que decía:
«Emperador César Divino Trajano, hijo del Divino Nerva. Nieto Trajano Adriano Augusto Pontífice Máximo revestido de la potestad tribunicia cónsul por tercera vez restituyo. Milla 122».
Llegué abatido a Cáceres. Esa mañana me pilló la lluvia por el camino, hacía frío y, además, me dolían las plantas de los pies; estaba para el arrastre. Pero saqué fuerzas de flaqueza y resolví conocer la ciudad en profundidad, como Dios manda, hasta que empezara a anochecer.
En la Oficina de Turismo, sita en la Plaza Mayor, me facilitaron folletos y un mapa de la ciudad, señalándome los platos fuertes que no me debía perder. Varios de ellos eran:
– Catedral (o Concatedral) Santa María de Cáceres
– Palacio de Toledo-Moctezuma
– Museo Provincial
– El Barrio de la Judería
– … etc. …
Les hice caso y no dejé de visitar ninguno de los sitios recomendados, sin dejarme ni uno, aunque la mayoría los visité exteriormente, pues no tuve tiempo de entrar en el Museo Provincial, por ejemplo. Pero sí que entré en el centro de interpretación de la Torre de Bujaco (torre árabe del siglo XII sita en la misma Plaza Mayor), para familiarizarme con el pasado histórico de la ciudad.
Además de lo sugerido vi restos de murallas, iglesias y palacios varios. Y aunque no me lo aconsejaron, también pasé un rato en la Plaza de San Jorge para rendir respeto a mi santo y visité allí una iglesia (la de San Francisco Javier). De todos los sitios que conocí mi favorito fue la propia Plaza Mayor. Me encantó su Arco de la Estrella más la Torre de los Púlpitos y el Foro de los Balbos. Fue en uno de sus bares que me comí un delicioso plato de migas con un vaso de vino de pitarra. Durante mi deambular descubriendo la bella Cáceres sería gratamente sorprendido al encontrarme con la imponente estatua ecuestre de Hernán Cortés, también una calle dedicada a Pedro de Valdivia, otra llamada Orellana, una estatua representando a San Pedro de Alcántara (junto a la catedral), la calle de Cervantes, la de la Vía de la Plata, y placas por las paredes que recordaban hechos históricos, como la de la Calle de los Pintores, que Felipe II recorrió en el siglo XVI. Estaba emocionadísimo; me sentía en la España profunda y respiraba historia a cada paso. Es un hecho indiscutible que España debe su grandeza y la propagación del idioma español en América en gran parte gracias a Extremadura.
Sólo tuve un contratiempo en Cáceres: una vez que había visitado lo más importante de esa entrañable ciudad me dirigí al albergue de peregrinos, pero estaba lleno. No me permitieron pasar la noche en un rincón, o sobre el sofá dentro de mi saco de dormir. Me propusieron dos soluciones: o bien alojarme en una pensión de Cáceres, o proseguir mi marcha al poblado vecino de Casar de Cáceres, donde me aseguraron (habían telefoneado) que había plazas libres en el refugio de peregrinos. Opté por esta segunda alternativa y caminé en la oscuridad dejando Cáceres por la plaza de toros. Al llegar a Casar de Cáceres busqué las llaves del albergue en el Bar Majuca y para cenar me compré un queso local llamado Torta del Casar, que era cremoso, más una barra de pan para untar. Al acabar el yantar me acosté enseguida en mi catre, pues para el día siguiente tenía planeado caminar 40 kilómetros para dormir en el interior del monasterio más pequeño del mundo: El Palancar, fundado en el siglo XVI por San Pedro de Alcántara.