Bucólica vida campestre
No cabe duda de que el lugar denominado Monteagudo tiene bien puesto el nombre. Allí, en un espacio considerablemente abierto y relativamente llano, se yergue un escarpado picacho de ciento cincuenta metros de altura y vertiginosas laderas. Su vertical estampa impregnada de misterio siempre ha resultado atractiva para el ser humano, que no ha dudado en instalarse en sus alrededores desde hace milenios. Concretamente desde el Calcolítico, hace aproximadamente cinco mil años, periodo del que se han encontrado diversos vestigios. Las evidencias de poblamiento en la época argárica, hace unos tres mil quinientos años, son mayores aún, puesto que se han hallado cistas y restos de tres cabañas, una de las cuales se expone en el interesante Centro de Visitantes de Monteagudo. Asimismo, está comprobada la presencia de íberos y romanos en la zona.
El impulso definitivo a este espacio cercano a la ciudad de Murcia vino de la mano de los almorávides. Fue presuntamente a comienzos de su entrada en la Península Ibérica cuando se construyó una fortaleza en la parte alta del puntal rocoso. Unas décadas más tarde, hacia mediados del siglo XII, el caudillo ibn Mardanis, rey de la taifa de Murcia, la reforzó considerablemente y le dio un aspecto similar al que muestra en la actualidad. La fortificación gozaba de una vital importancia estratégica y tenía un papel fundamental como vigilante ante el casi imparable avance de las tropas almohades. Su fama llegó a ser tan grande que poetas como Hazim al-Qartayanni glosaban su verticalidad en contraposición a la planicie circundante.
Pero el afán constructor de ibn Mardanis no se detuvo ahí. Empeñado en resistir al invasor almohade, lo que consiguió durante un cuarto de siglo, el Rey Lobo, apodo con el que era conocido por sus aliados cristianos, construyó una línea de fortalezas al sur de la capital murciana. Al norte de la población llevó hasta el extremo el concepto de almunia, denominación otorgada a las fincas campestres en la época. Además de ser dedicadas a la producción agrícola y servir como residencia ocasional a sus propietarios, fortificó las viviendas por razones obvias. Este hecho es evidente en el popularmente conocido como castillo de Larache, situado en la vecindad de su homónimo de Monteagudo y que añadía a éste una función de esparcimiento para la familia del monarca.
Con vistas a una abundante producción agrícola y al riego de los exuberantes jardines que solían estar incluidos en estas fincas de recreo, las almunias necesitaban un ingente aporte de agua. Ésta era traída desde el río Segura mediante un ingenioso sistema de acequias y azarbes, que irrigaban toda la zona adyacente al picacho de Monteagudo y que aún se siguen utilizando hoy día. Para almacenar el preciado líquido elemento se construían albercas, término acuñado por los árabes que refiere a una construcción hidráulica utilizada para acumular agua, generalmente con fines de riego. Cerca del castillo de Larache aún se conserva la alberca de Huerto Hondo, integrada en la almunia y cuya capacidad de almacenamiento era suficiente para convertir a ésta en un vergel.
Resulta difícil calcular el número de almunias existentes en esta zona de la huerta murciana, aunque tan solo los restos de dos de ellas se han localizado hasta la fecha. Bajo la alargada sombra del castillo de Monteagudo se encontraba Qasr Ibn Sad, edificación hoy día simplemente denominada Castillejo. Rodeada por una poderosa muralla y protegida por ocho torreones, la vivienda se disponía en torno a un gran patio central. En sus inmediaciones crecían frondosos jardines y fértiles tierras de cultivo eran alimentadas por una alberca de grandes dimensiones. Paseando por sus alrededores cabe imaginar que, cuando sus acérrimos enemigos almohades le permitían un respiro, ibn Mardanis se acercaba hasta allí para permitirse unos momentos de relax disfrutando de la bucólica vida campestre.