Llegué a Berna bien temprano y dejé mi pequeña bolsa en el dormitorio de una especie de YMCA, donde pasaría esa noche. Tras ello salí a pasear por la parte vieja de la ciudad cuando, en medio de una plaza central, me detuve ante una torre con un reloj y muñecos de osos (Berna deriva de la palabra alemana Bär, que significa oso, y es el símbolo de la ciudad), y justo entonces el reloj comenzó a marcar la hora. Pero no era un reloj cualquiera sino muy especial. Siete osos metálicos comenzaron a dar vueltas, representado los siete días de la semana; el único que iba montado en un caballo simbolizaba el domingo. Había un bufón arriba, un gallo en un lateral que cantaba de vez en cuando, un personaje sentado en un trono que me pareció un rey pero en realidad se trataba de Cronos, y debajo del pararrayos de la torre se erguía un muñeco dorado, conocido como jacquemart (autómata metálico), que daba las campanadas con un martillo ¡Aquello era bello como un cuento de hadas! Disfruté como un niño; nunca jamás en mi vida había visto nada tan original y divertido. Esa torre se llamaba Zytgloggeturm y su reloj era, además, astronómico. La construcción de esa torre se inició a finales del siglo XII y finalizó el XIII.

Aunque había observado que casi todas las ciudades pequeñas suizas se parecían mucho, pues todas ellas tenían muchas fuentes con estatuas curiosas, callejones estrechos, edificios medievales y renacentistas con arcadas y muchas casas decoradas con dibujos coloridos, Berna la encontré especial, encantadora, preciosa, y fue debido a ese reloj de fantasía.

Todavía me paseé el resto del día por su centro histórico, visité su catedral protestante, también crucé por un puente el río Aar para admirar la ciudad desde el otro lado, y el día siguiente viajé en autostop hasta Basilea, ciudad que visité unas horas y luego proseguí el viaje no parando hasta Mulhouse, ya en Francia, donde me quedé a dormir.