Belén (por Jorge Sánchez)
Uno de los momentos más emocionantes de mi vida viajera fue visitar en una gruta el preciso lugar identificado como el nacimiento de Jesucristo. Imagino que el budista debe de sentir lo mismo cuando visita en Lumbini el templo Maya Devi, el hindú cuando viaja a Mathura, o el musulmán al peregrinar a La Meca, la ciudad donde nació el profeta Mahoma. Esa gruta sagrada se localiza en Belén, a apenas 10 kilómetros de distancia de Jerusalén, donde me hallaba alojado. El autobús tardó una media hora en llegar.
Aunque Belén parecía una población grata y percibí mezquitas curiosas, mi objetivo primordial era entrar en la Basílica de la Natividad. Había muchos turistas, prácticamente todos extranjeros, y para entrar abajo en la cueva tuvimos que pasar por un pórtico muy estrecho debiendo bajar la cabeza para no hacerte un chichón. Pronto advertí el sagrado sitio en un hueco. En el suelo había una estrella de plata con 14 puntas. Me extrañé del número pues al contarlas suponía que habría 12 puntas, como los 12 discípulos de Jesucristo. Un poco más arriba había lamparillas y según un religioso armenio con quien hablé un poco, el total de lámparas era 15, a razón de 6 para los ortodoxos griegos, 5 para los armenios y 4 para los católicos. También leí una frase en latín (Hic de Virgine Maria Jesus Christus natus est) que traducida al español decía algo así como que allí la Virgen María dio a luz a Jesucristo. Yo me hinqué de rodillas en ese lugar y permanecí un buen rato rezando y dando a Jesucristo las gracias por habernos legado 2.000 años de amor. No podía sentirme más feliz de haber alcanzado un lugar tan trascendental en la historia de la humanidad.
La iglesia no carecía de interés, pues era la más antigua en toda Palestina e Israel permanentemente activa, exactamente desde el siglo IV. Al salir de allí seguí a unos peregrinos rusos que se dirigían a pie a los Santos Lugares de los alrededores. Y a media tarde regresé a Jerusalén.