Árboles que hacen bosque
Entre diversas teorías surgidas respecto a la etimología del término Chişinău parece que la que tiene más visos de ser real es la que refiere a un manantial en torno al cual fue desarrollándose la población. De esta manera, su actual denominación provendría de las palabras rumanas chişla nouă, que vienen a significar algo así como fuente nueva. Se dice que tal fuente aún mana en algún lugar del centro de la villa pero, aunque esta afirmación no fuere del todo correcta, parece de justicia que el nombre de la capital moldava refiera de alguna manera al líquido elemento, especialmente si se tiene en cuenta que en su contorno existen aproximadamente veinticinco lagos. O al menos eso es lo que sostienen sus habitantes, orgullosos de este dato así como de la cantidad de zonas verdes que presenta su ciudad.
Tras esta introducción no me queda más remedio que advertir, y quizás debería haberlo hecho antes, al futuro viajero a Chişinău sobre la carencia casi absoluta de edificaciones de interés en la ciudad. Si la finalidad del viaje a la capital de una de las antiguas repúblicas soviéticas más desconocidas es vislumbrar alguna construcción arquitectónicamente atrayente, extasiarse ante la contemplación de alguna muestra de arte callejero, doblar una esquina con la esperanza de sentirse cautivado por algún motivo estético, lo más aconsejable es abstenerse. La ciudad más poblada de Moldavia es, desde cualquier tipo de parámetro artístico que se considere, una ciudad insulsa e incapaz de sorprender al visitante salvo por su carácter absolutamente anacrónico en estos tiempos.
Seguramente el actual aspecto gris de Chişinău tiene mucho que ver con su pasado. Fundada en el siglo XV como parte del Principado de Moldavia, no pasó de ser una localidad menor hasta comienzos del siglo XIX, cuando la Rusia Imperial se hizo con la zona de este territorio situada al este del río Prut, que pasó a ser denominada Besarabia. Fue elegida entonces como sede para la administración de esta comarca, por lo que su población comenzó a incrementarse en los años venideros. A pesar de la influencia rusa la ciudad consiguió mantener su idiosincrasia, hecho que la llevó a liderar el sentimiento nacionalista que culminó con la independencia de Besarabia en 1917, para pasar a formar parte de Rumanía algo más tarde. Así se mantuvo hasta la invasión soviética de 1940, cuando fue declarada capital de la República Soviética de Moldavia.
La construcción más atractiva de Chişinău es probablemente su catedral, o al menos eso me pareció cuando visité la ciudad en septiembre de 2007. Fue fundada en las primeras décadas del siglo XIX y paradójicamente su aspecto difiere mucho del típico de las iglesias moldavas, pues tanto su estilo arquitectónico como la rama del credo ortodoxo al que está dedicado su culto son completamente rusos. Este hecho no le sirvió de protección durante el periodo comunista, cuando fue desposeída de su uso religioso y empleada como sala de exhibiciones. Adicionalmente su campanario, separado del cuerpo principal del templo tal y como suele ser habitual en las iglesias ortodoxas, fue destruido durante ese periodo tan negro artísticamente hablando y hubo de ser reconstruido por completo una vez Moldavia se sacudió el yugo soviético en 1997.
Los practicantes de la rama ortodoxa rumana en la villa deben conformarse con la iglesia de Santa Teodora de la Sihla. Aunque no destaca por su encanto, presenta un aspecto más acorde con las construcciones moldavas tradicionales. El característico tono azul intenso del que están teñidas su cúpula y su cubierta asoma a los ojos del visitante entre la frondosidad que la rodea. Porque, a falta de edificaciones sugerentes, a los aún escasos viajeros que llegan hasta la capital moldava siempre les quedarán sus árboles, muy abundantes en la ciudad. Su espeso follaje y estratégica situación disimulan a la perfección la antiestética imagen de los horrendos bloques de pisos construidos durante la etapa comunista, que quedan camuflados por su verdor. Pero bien harían los habitantes de Chişinău en cuidar que los árboles no les impidan ver ese denso bosque donde todavía se encuentran inmersos.