Antequera (por Jorge Sánchez)
El complejo comprendía dos dólmenes sobre un montículo de tierra, dando la apariencia de cuevas. La entrada a ellos era gratuita. Un tercer monumento megalítico, Tholos del Romeral, se hallaba a varios kilómetros, pero no iría, pues, según me dijeron los empleados del sitio, para llegar a pie a él se debe atravesar la autopista, lo cual está prohibido a los peatones.
Entré en ambos dólmenes, Menga y Viera, y me quedé admirado de las colosales dimensiones de las piedras, superiores a las que conforman el sitio de Stonehenge, en Inglaterra, que había visitado años atrás. En su interior me parecía estar dentro de un templo, pero en realidad eran sepulcros. Me hubiera gustado dormir en alguno de ellos de habérseme permitido hacerlo. Seguí por los corredores fijándome en todos los detalles, como en un pozo en el dolmen de Menga.
La orientación de ambos dólmenes debía haber sido diseñada por conocedores de la ciencia de la astronomía, pues la luz del sol al amanecer entraba en ellos durante los equinoccios de primavera y otoño alumbrando el fondo de las cámaras mortuorias, y también calculaban los solsticios de verano e invierno. Además de sepulcros, estos dólmenes cumplían funciones para ayudar a determinar las temporadas a los antiguos habitantes, que eran dependientes de la agricultura. No visitaría las originales formaciones rocosas que componen el Torcal, al estar lejos de Antequera y no disponer de coche, ni querer gastarme mis últimos euros en llegar allí en un taxi. Tan sólo admiré desde la distancia la Peña de los Enamorados, cuya silueta se me antojó como la cara de un indio.