Al borde del abismo
Que Montenegro es un país montañoso es algo tan indudable que hasta su propio nombre así lo indica. Los Alpes Dináricos se levantan como una auténtica muralla natural al borde del mar, dejando apenas un estrecho margen de terreno entre sus elevadas cumbres y las aguas del Adriático. Parece ser que fueron navegantes venecianos los que asignaron a este lugar dicho nombre, debido al tono oscuro con que percibían las montañas desde la cubierta de sus navíos. Y tal denominación se ha mantenido hasta la actualidad, sin ser traducida a buena parte de lenguas. Aunque sí lo ha sido al idioma local, el serbio, donde este pequeño estado europeo, de tamaño similar al de la Región de Murcia, es conocido como Crna Gora. O, lo que es lo mismo, montaña negra.
Debió gustar tanto a los venecianos lo que veían bajo las negras cumbres que se decidieron a conquistar el territorio y allí se mantuvieron durante más de trescientos años, hasta finales del siglo XVIII. No eran los primeros interesados, de todas formas. Antes que ellos, tanto griegos como romanos se habían sentido atraídos por la belleza de esta costa agreste. A mediados del siglo XVI, sus entonces pobladores hubieron de resistir el avance de las poderosas huestes otomanas, que intentaban dirigirse hacia el norte desde sus bases en el actual territorio albanés. Tantos avatares han ido configurando los rasgos del país montenegrino, donde la influencia veneciana es evidente en poblaciones costeras como Kotor y Budva, cuya fisonomía arquitectónica conserva aún muchas de las peculiaridades de Cattaro y Budua, como eran conocidas durante ese periodo.
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Tras recorrer buena parte de la costa de Montenegro, nos dirigimos hacia el interior por una de las pocas vías de acceso que atraviesan esas casi impenetrables moles que los venecianos nunca se interesaron en cruzar. El origen calizo de los Alpes Dináricos es evidente y dan fe de ello las numerosas formaciones kársticas existentes en toda la zona. Al norte de la localidad de Nikšić, el terreno se hace aún más áspero si cabe y está surcado por impresionantes desfiladeros que los ríos han ido poco a poco excavando a lo largo de millones de años. El más espectacular de todos ellos es probablemente el cañón del río Tara, integrado en el Parque Nacional Durmitor, que con sus hasta mil trescientos metros de caída está considerado el segundo más profundo del mundo tras el Gran Cañón del Colorado. No se queda atrás el cercano cañón del río Piva, cuya sima es de apenas cien metros menos en algunos puntos y que hubimos de cruzar en diversas ocasiones a través de frágiles puentes colgados sobre un espeluznante abismo.
Crédito: Römert
Unas decenas de kilómetros más arriba de un embalse, al que se conoce como lago Piva y cuyas aguas de color verdoso en el fondo del valle ofrecen bucólicas imágenes, el terreno se suaviza tras cruzar la frontera entre Montenegro y Bosnia-Herzegovina. De las dos entidades que componen este último país, creado un tanto artificialmente tras la guerra que desmembró Yugoslavia, se llega a la denominada República Srpska, poblada por una mayoría de habitantes de origen serbio y religión ortodoxa. De la estupidez de quienes han trazado unas fronteras que separan a pueblos que históricamente han mantenido un equilibrio y los han llevado a matarse entre ellos, da idea el hecho de que en buena parte de localidades bosnias se profesa mayoritariamente la religión ortodoxa, mientras que en otras perfectamente integradas en Serbia el credo predominante es el Islam.
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Continuamos nuestro camino entrando en la Federación de Bosnia-Herzegovina, el segundo ente que compone el país, cuyos habitantes son musulmanes en su mayoría. Cruzamos la población de Goražde, donde los terroríficos combates sucedidos durante la guerra llevaron a su abandono por los habitantes de origen serbio, antes de volver de nuevo a la República Srpska. A escasos cuarenta y cinco kilómetros se encuentra Višegrad, donde los campanarios sustituyen a los minaretes y fue la población musulmana quien hubo de abandonar la localidad al finalizar la contienda. Presume esta villa de su puente, construido en el siglo XVI por un arquitecto musulmán tras su encargo por parte de un caudillo de apellido Sokolović, lo que prueba su origen serbio. Convivían ambas comunidades en buena armonía por entonces, gozando de una relativa calma que aún hoy se echa de menos y que ojalá retorne algún día.