A tumba abierta
Aunque debido al tiempo transcurrido desde el siglo VI a.C. no se tienen demasiados datos sobre su vida, pocos expertos dudan de que Darío I, tercer rey de la dinastía aqueménida de Persia, fue un caudillo tan ambicioso como inteligente y previsor. Empeñado en extender las fronteras de su imperio, no dudó en lanzarse a tumba abierta en innumerables conquistas. Consiguió así dominar una extensión de terreno tan amplia que llegaba desde la India hasta Grecia, con ramificaciones en el norte de África hasta la actual Libia. Con el fin de garantizar la estabilidad en tan vasto territorio estableció una especie de estado de las autonomías, denominadas por él satrapías, que, aunque sirvió a sus propósitos, terminó derivando en el sentido actual de tan denostado término. Y cuando se acercaba su final, hecho que sucedió al dirigirse a una postrera campaña contra los atenienses, ordenó que su cuerpo fuera sepultado en un lugar que ya tenía preparado desde mucho tiempo atrás.
Se conoce como Naqsh-e Rostam a un acantilado que se eleva sobre un terreno árido en el corazón de aquel grandioso imperio persa, dentro del actual territorio de Irán. Allí, excavados en la roca, se encuentran cuatro sepulcros con forma de cruz, que tradicionalmente son asignados a los monarcas aqueménidas Darío I, Jerjes I, Artajerjes I y Darío II. En realidad, tan solo está probada la existencia de la tumba de Darío I, pues en ella existen unas inscripciones que así lo confirman además de una efigie del propio rey. Bajo algunas de las sepulturas, o junto a ellas, hay una serie de bajorrelieves que fueron tallados aproximadamente siete siglos más tarde de la época en que fue excavada la roca, concretamente durante el auge de la dinastía sasánida, y que muestran escenas de batallas entre éstos y sus tradicionales enemigos romanos.
Parece ser que los sasánidas sentían un alto grado de admiración ante las gestas logradas por los emperadores aqueménidas y quizás cierto sentido de inferioridad respecto a ellos, de manera que aprovecharon para dejar su impronta en aquel lugar. A pocos kilómetros de allí, en el sitio denominado Naqsh-e Rajab, existen otros cuatro bajorrelieves que demuestran una habilidad en las labores de tallado probablemente muy superior a la que tenían batallando, bien al contrario que sus predecesores. Un par de inscripciones muestran la ceremonia de investidura del instaurador de la dinastía, Ardeshir I, así como la de su sucesor. La tercera celebra una victoria de este último ante los romanos, mientras que en la última está representado un sacerdote mazdeísta llamado Kartir junto a dos de sus hijos.
Muy posiblemente los sasánidas heredaron el culto zoroastrista del mencionado rey Darío I, que fue el primero en introducirlo en la corte aqueménida. No está claro que este monarca ordenara construir la denominada Ka’ba-i-Zartosht, bloque pétreo cercano a su tumba, aunque es probable que así fuera. El cubo de Zoroastro, que es lo que significa su nombre, debió ser usado en algún tipo de ceremonia relacionada con el fuego sagrado, según se infiere de una inscripción dejada allí por el alto sacerdote Kartir, aunque su verdadero propósito es todavía desconocido. De hecho, algunos estudiosos apuntan a la posibilidad de que sirviera también como sepulcro, concretamente de algún otro monarca de la época que hubiese querido pasar a la posteridad en la cercanía de tan ilustre antecesor.
Parece evidente que el propósito de Darío I al situar su sepulcro en mitad de aquel acantilado inexpugnable no era otro que el de mantenerlo alejado de posibles asaltantes, actitud que imitaron sus sucesores en el trono. Para su desgracia, todas las tumbas fueron saqueadas muy probablemente durante la caída del imperio aqueménida a manos de las tropas de Alejandro Magno. Más de quinientos años después de su destrucción, cuando los reyes sasánidas mandaban tallar allí sus bajorrelieves, los sepulcros debían estar ya desprovistos de sus losas de entrada y seguramente presentaban un aspecto de tumba abierta similar al actual. Aunque tengo la sensación de que la profanación y saqueo de su tumba no habría molestado tanto al caudillo aqueménida si no lo hubiera sido a manos de uno de sus feroces enemigos helenos, los únicos a quienes nunca llegó del todo a conquistar.
Preciosa entrada de uno de los rincones más bonitos de Persia. La verdad es que impresionan estas tumbas esculpidas en los mismos acantilados y que recuerdan vagamente a alguna de las tumbas reales de Petra y a las de la costa licia (estas últimas, pendientes aun en mi currículum).
Saludos!
Muchas gracias, Jordi.
Las de Myra no las he visto tampoco, pero me gustaría mucho, tienen una pinta excelente. En Chipre, junto a la ciudad de Pafos, hay unas algo similares aunque mucho menos espectaculares. Cuando visites la isla, no dejes de verlas de todas formas.
Buen fin de semana.