Mucho más que mercantilismo
A diferencia de lo que suele creerse, la archiconocida Ruta de la Seda no fue un trayecto único, sino que estaba compuesta por una serie de vías, tanto terrestres como marítimas, que se extendían a la manera de tentáculos por casi todo el continente asiático, el este de África y buena parte del Mediterráneo. También resulta erróneo pensar que el único bien con el que comerciaba en sus diferentes paradas era el tejido de seda, puesto que los productos transportados a lo largo de la ruta eran diversos. Entre ellos se encontraban piedras preciosas, porcelana, artesanía, telas hechas de diferentes materiales, oro y otros metales, alfombras, especias y un largo etcétera. Aunque, probablemente debido al secretismo que envolvía a su manufacturado en la época, se consideraba a la seda el de mayor prestigio.
Seguramente debido a la relevancia de este producto así como al hecho de ser de los primeros con los que se comerciaba, surgió la denominación Ruta de la Seda allá por el siglo XIX o incluso antes. El intercambio de bienes en la zona había comenzado en China ya en el primer milenio antes de nuestra era y se fue propagando con el tiempo hacia la India y hacia Persia, donde se convirtió en habitual durante el periodo aqueménida. La apertura hacia Occidente llegó durante el periodo helenístico y los lazos se incrementaron en la época sogdiana. Su consolidación definitiva llegó con el Islam y, especialmente, con el Imperio mongol, que llegó a controlar un inmenso territorio que se extendía desde Anatolia hasta China.
En tiempos del Imperio timúrida y poco después, con la llegada de los otomanos a Europa, ya estaba afianzada la trayectoria más habitual de la Ruta de la Seda. Partiendo desde la actual Estambul, se dirigía hacia su destino en la ciudad china de Chang’an, hoy día Xi’an, a través de Oriente Próximo, el sur del Cáucaso, Persia y Asia Central. Existían numerosas paradas intermedias, entre las que se encontraban Tiro, Damasco, Bakú, Sheki, Teherán, Shiraz, Yazd, Turkestan, Almaty, Bukhara, Khiva, Samarcanda, Shahrisabz, Tashkent y Khujand, desde donde se cruzaba el Pamir para llegar a Kashgar, ya en la actual China. La mayor parte del territorio recorrido estaba formado por un desierto frío, desprovisto casi por completo de vegetación y no exento de peligros. Las caravanas hacían largas paradas en poblaciones como las anteriormente mencionadas, donde descansaban y se proveían de comida y agua, alojándose en locales bautizados como caravanserai.
Todo iba como la seda, nunca mejor dicho, hasta que los otomanos conquistaron Constantinopla a mediados del siglo XV. Cuando eso ocurrió, Europa quedó desconectada de las rutas comerciales que atravesaban el continente asiático, debido a las continuas pugnas entre musulmanes y cristianos. Gracias a los navegantes ibéricos comenzaron a abrirse nuevas vías marítimas, en el intento de llegar hasta la India y China por otros medios, y poco a poco la Ruta de la Seda se fue difuminando. Poblaciones que habían florecido por su importancia como parada en el trayecto fueron languideciendo y muchas llegaron incluso a desaparecer. Tal fue el caso de la antigua ciudad sogdiana de Balasagun, de la que, aparte de algunas ruinas, apenas se conserva el minarete conocido como torre de Burana.
Aunque su destino primordial fuera exclusivamente el comercial, la Ruta de la Seda llegó a trascender lo puramente mercantil. A pesar de algunos problemas, como la epidemia de peste que se propagó hasta Europa Occidental en el siglo XIV debido a las pulgas infectadas que llegaron en pieles destinadas al comercio, los intercambios culturales que se produjeron fueron in crescendo con el paso del tiempo. Viajeros notables como el veneciano Marco Polo, el monje chino Xuangzang o el musulmán ibn Batuta la recorrieron con asiduidad. Se desarrollaron las artes, las ciencias, el conocimiento de idiomas y se transmitieron las enseñanzas religiosas de Jesucristo, Confucio, Mahoma o Buda. Y, lo más importante de todo, es que gracias a ella Oriente y Occidente dejaron de ser dos mundos que vivían de espaldas el uno al otro para comenzar a conocerse y aceptarse.