Itchan Kala (por Jorge Sánchez)
Tuve suerte de visitar varias veces Jiva (Khiva) en los tiempos de la URSS, siempre acompañado de españoles, en tren, que bordeaba el río Amu Daria. Entonces a los turistas nos llevaban en tren desde Tashkent, Samarcanda o Bujara hasta Urgench, donde nos esperaba un autobús de Intourist para transportarnos a Jiva, a unos 30 kilómetros de distancia, casi en la misma frontera con Turkmenistán, y allí dormíamos en un hotel modesto en el interior de la ciudadela de Jiva, o Itchan Kala, y yo experimentaba una sensación inefable.
Es como si las murallas protegieran tu sueño, como estar en el vientre materno, uno se siente seguro, como dentro de la amurallada Jerusalén o incluso de Lugo. Los antiguos camelleros de la Ruta de la Seda debían sentir la misma sensación cuando llegaban cansados al caravanserai del oasis de Jiva, con sus mercaderías chinas que transportaban con destino Europa.
A pesar de lo diminuto de la ciudadela, su interior está preñado de mezquitas, madrasas, palacios, mausoleos y casas antiquísimas. Las mujeres visten con unos chillones vestidos de seda y los hombres cubren sus cabezas con un gorro de cordero de lana negra de Astrakhan. La atmósfera te transporta a los tiempos de Sheherezade. Por lo que me han contado, estos últimos tiempos Jiva se ha convertido en un lugar muy turístico, pero en los años 80 del siglo XX nuestro grupo de españoles era el único que disfrutaba de la ciudad, éramos siempre los únicos turistas y al declarar ser de España los locales lo veían como si fuéramos de un país maravilloso, creo que nosotros éramos más exóticos para ellos que al revés, y nos invitaban a té y dulces en sus casas.
Tras un día en Jiva, nuestra guía de Intourist nos devolvía a la estación de trenes de Urgench para proseguir el programa, esta vez con destino a Nukus, la capital de Karakalpakstán, la república autónoma y rebelde de Uzbekistán, donde siempre los niños nos tiraban piedras al vernos, por considerarnos «infieles».