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China

Qufu (por Jorge Sánchez)

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Llegaba a Qufu en la oscuridad tras un largo día de viaje muy bien aprovechado: la noche anterior había abordado el ferry desde Dalian a Yantai, cruzando el Mar de Bohai, al alba proseguí en autobús hasta que alcancé Qingdao, la antigua ciudad alemana de Tsingtao, donde permanecí unas 3 horas para admirar los vestigios alemanes y sus antiguas embajadas europeas a lo largo de la Guantao Strasse. A pesar de lo grata que es esa ciudad, el leitmotiv de mi largo viaje por China era bien otro, solo deseaba conocer los sitios relacionados con tres tipos de personas: sabios, santos y viajeros, para recoger su baraka. Viajeros como Xuanzang (en Xian) y Alexandra David-Neel (en el monasterio tibetano de Kumbum, cerca de Xining), santos como Francisco Javier (en la isla de Sanchuang, donde murió) y el Yogi Milarepa (en su cueva del Tibet), y sabios como Confucio (en Qufu).

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Tras esa furtiva visita en Qingdao cogí un tren a una población cercana, a Qufu East Railway Station, para rendir respeto al sabio Confucio. Tenía la intención de caminar hasta el centro de la ciudad, que dista varios kilómetros, calculé que en una hora, o como muchos dos, a paso ligero, llegaría allí. Pero en la estación de trenes había unos taxistas que esperaban a los pasajeros, y como éramos cuatro con el mismo destino (tres chinos y yo), entre todos pagamos el transporte de un taxi a Qufu, que apenas me supuso en yuans la equivalencia a un euro y medio.

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Me dejaron junto a la fortaleza de la muralla. Incluso de noche me atrajo Qufu e intuí que sería una ciudad entrañable, como así fue. Como hacía frío y lloviznaba para dormir en un parque o debajo de un puente, busqué un dormitorio y hallé al azar una especie de Youth Hostel en la calle principal de la vieja parte de Qufu. Había extranjeros occidentales sentados en la recepción que bebían cervezas Tsingtao y consultaban guías turísticas de una editorial llamada algo así como de un planeta que no tiene amigos. Como yo no soy turista, nunca compro ni consulto guías turísticas. El precio en ese albergue no era barato: 150 yuans por una cama en un dormitorio de ocho literas, lo que consideré un timo, así que me fui a un hotel chino, pues a pesar de que en muchos hoteles en China no aceptan extranjeros, al chapurrear su lengua con frecuencia a mí me suelen aceptar. Y así fue, justo a unos 50 metros del albergue había un hotel chino con precios ligeramente más baratos que el dormitorio de los turistas que consultan sus guías turísticas, valga la redundancia. Me quedé en el hotel chino donde me ofrecieron una habitación individual muy decente.

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Por la mañana compré un billete múltiple para poder visitar durante un día entero las tres atracciones turísticas principales de Qufu: el gran Templo de Confucio, el Cementerio de Confucio, y la casa de la Familia Kong (el nombre chino de Confucio era Kong Qiu). Caminaba de un sitio a otro, aunque había muchos carros a caballos adornados con diseños fantásticos que eran muy populares en Qufu. Me recordaron a los burro-taxis de Mijas, en Málaga. Los templos llevaban nombres sugestivos, tales como: Adaptación a los Tiempos, o Gran Armonía y Vitalidad. Vi a chinos realizando ritos y mostrando su respeto a Confucio en ese templo. Era grande y lo visité todo, sin perderme ni un rincón. Cuando llegué al cementerio medité frente a la tumba de Confucio. Había estelas y tumbas de otros miembros de su familia, como la de su hijo mayor Kong Li.

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Confucio fue un hombre completo que trascendió su estado natal de bípedo implume, pues cumplió tres de las cuatro condiciones para ello: tuvo hijos, escribió libros y plantó árboles. Solo le faltó dar una vuelta al mundo. Mi tercera y última visita que comprendía mi ticket era la Mansión de la Familia Kong, que eran los descendientes de Confucio, y muchos de ellos se casaron con princesas. La mansión donde vivían se hallaba en un lateral del templo, y su misión era su mantenimiento, hasta la Revolución Comunista. Hoy es por el Gobierno Chino que se responsabiliza de su mantenimiento. Había otros lugares remarcables en Qufu que visité raudo, pues se apartaban del contexto de mi viaje. Y cuando cayó la noche regresé en un carro de caballos a la estación de tren y proseguí el viaje dirigiéndome a Luoyang para visitar las Grutas de Longmen y aprender algo más sobre su paso por esas grutas del sabio indio Bodhidharma, que introdujo el Budismo en China y fundaría el monasterio de Shaolin.

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