Gjirokastra (por Jorge Sánchez)
Me detuve sólo un día en esta encantadora ciudad. Llegué bien temprano a ella y la primera visita que efectué fue a la ciudadela, adonde llegué a pie ascendiendo a lo largo de una larga calle. Al llegar al castillo tuve que esperar a que lo abrieran.
Durante dos horas escudriñé cada rincón del castillo, incluso las mazmorras, pues ese castillo había sido una prisión. Vi armas antiguas, como un pequeño tanque que debió utilizarse durante la Primera Guerra Mundial, más un avión espía estadounidense que en los años 50 (del siglo XX) fue forzado a aterrizar y está allí expuesto con orgullo, pues en sus tiempos Enver Hoxha lo mostraba como una prueba de haber «ganado la guerra a los americanos». También observé la Torre del Reloj.
La vista desde allí arriba sobre la ciudad era soberbia. Con ayuda de unos prismáticos que me prestó un turista albanés destaqué una casa típica balcánica con torres, parecida a una fortaleza. Pregunté sobre ella y me informaron que era un Zekate y databa de los tiempos de los otomanos. Descendí hasta ella. Su dueño me hizo pagar una pequeña cantidad para poder entrar. Y yo acepté. Me acompañó por todas las habitaciones de los dos pisos y así pude admirar su esplendor. Era de piedra, muy sólida, poderosa. Aún me dio tiempo a visitar el bazar, tomar cafés y comerme un pincho moruno.
A media tarde, antes de que oscureciera, cuando consideré que ya había cumplido de manera más o menos concluyente mis deberes turísticos en Gjirokastra, me marché satisfecho en autobús con destino a la frontera con Grecia.